25 mayo 2009

LA IMPUTACIÓN OBJETIVA DEL COMPORTAMIENTO: ESPECIAL REFERENCIA AL PRINCIPIO DE CONFIANZA Y SU RELEVANCIA EN EL ÁMBITO DEL TRÁNSITO AUTOMOTOR

Reggis Oliver Chávez Sánchez[1]


I. INTRODUCCIÓN: LA TEORÍA DE LA IMPUTACIÓN OBJETIVA DE GÚNTHER JAKOBS

    Los contenidos de la teoría de la imputación objetiva desarrollada por Günther Jakobs se encuentran íntimamente vinculados a la idea que el sistema de la teoría del delito debe tomar como punto de referencia la esfera de administración autónoma que corresponde al ciudadano, a la persona[2]. En este sentido, la teoría de la imputación objetiva es para Jakobs un primer gran mecanismo de determinación de ámbitos de responsabilidad dentro de la teoría del delito, que permite constatar cuándo un comportamiento ostenta carácter (objetivamente) delictivo. Mediante la teoría de la imputación objetiva, por tanto, en opinión de Jakobs, se establece si concurre una expresión de sentido típica que ha de entenderse en sentido general, en cuanto expresión de sentido del portador de un rol, como contradicción de la vigencia de la norma en cuestión[3].

Concretamente, la teoría de la imputación objetiva se divide, para Jakobs, en dos niveles: por un lado, la calificación del comportamiento como típico (imputación objetiva del comportamiento), y, por otro, la constatación, en el ámbito de los delitos de resultado, de que el resultado producido queda explicado precisamente por el comportamiento objetivamente imputable (imputación objetiva del resultado). En el primer nivel de la imputación objetiva, la imputación de comportamientos, Jakobs propone cuatro instituciones dogmáticas a través de las cuales ha de vertebrarse el juicio de tipicidad: riesgo permitido, principio de confianza, actuación a riesgo propio de la víctima y prohibición de regreso.

Jakobs configura el riesgo permitido partiendo de una definición claramente normativa del riesgo, desligada de probabilidades estadísticas de lesión. El riesgo permitido se define, entonces, como el estado normal de interacción, es decir, como el vigente status quo de libertades de actuación, desvinculado de la ponderación de intereses que dio lugar a su establecimiento, hasta el punto que en muchos casos se trata de un mecanismo de constitución de una determinada configuración social por aceptación histórica (de una ponderación omitida); dicho en otros términos, se refiere más a la identidad de la sociedad que a procesos expresos de ponderación[4].

El principio de confianza determina cuándo existe, con ocasión de la realización de una actividad generadora de un cierto riesgo (permitido), la obligación de tener en cuenta los fallos de otros sujetos que también intervienen en dicha actividad (de modo que si no se procediera así, el riesgo dejaría de ser permitido), y cuándo se puede confiar lícitamente en la responsabilidad de esos otros sujetos[5].

     La institución de la actuación a riesgo propio o competencia de la víctima (mediante la cual Jakobs propone tener en cuenta la intervención de la víctima en el suceso), alude a la relevancia que puede tener para la tipicidad del comportamiento de un sujeto que en la realización del mismo haya intervenido de algún modo el sujeto que resulta lesionado posteriormente, la “víctima” (al menos aparente) de ese comportamiento. Y es que bajo determinadas circunstancias, esta intervención puede afectar la calificación que merece la conducta del primer sujeto, eliminando su carácter típico, al entrar lo sucedido en el ámbito de responsabilidad de la víctima[6].

     Respecto a la institución de la prohibición de regreso, cabe decir que lo que Jakobs pretende en última instancia es enmarcar de forma sistemática la teoría de la participación dentro de la imputación objetiva. Desde esta perspectiva, la prohibición de regreso satisface la necesidad de limitar el ámbito de la participación punible, tanto para comportamientos imprudentes como dolosos, con base en criterios objetivo-normativos; de este modo, la prohibición de regreso se presenta en cierto modo como el reverso de la participación punible. Para Jakobs, la prohibición de regreso se refiere a aquellos casos en los que un comportamiento que favorece la comisión de un delito por parte de otro sujeto no pertenece en su significado objetivo a ese delito, es decir, que puede ser “distanciado” de él.

    Por otro lado, frente al alto grado de desarrollo que ha alcanzado el primer nivel de la imputación objetiva, el segundo nivel de imputación, la realización de riesgos o imputación objetiva del resultado, tiene un peso menor en la concepción de Jakobs y puede ser condensada (coincidiendo en lo fundamental con la posición dominante) en lo que sigue: para que el resultado sea típico, éste debe presentarse como emanado del riesgo típico, que constituirá la explicación de éste. En este sentido, en caso de concurrir varios riesgos alternativos, sólo sirve de explicación del resultado aquel riesgo cuya omisión hubiera evitado de modo planificable el resultado[7].

    Constituye objeto del presente trabajo de investigación, el estudio acucioso, crítico y reflexivo de uno de los criterios de imputación objetiva de comportamientos esbozado por Günther Jakobs: el principio de confianza; habida cuenta la importancia que el conocimiento y la racional internalización de dicho criterio normativo significan para la resolución acertada de casos penales en que se encuentran involucradas actividades sociales de relevancia incontestable, tales como las desplegadas en el marco del tránsito automotor.

    II.  EL PRINCIPIO DE CONFIANZA

    En ideales circunstancias, una comunidad social debería funcionar de manera tal que todos sus integrantes llenaran las expectativas de comportamiento que de ellos se derivan, razón por la cual cuando determinadas conductas se apartan de los patrones trazados por la sociedad, se recurre al empleo de mecanismos que como el Derecho tienen la pretensión de reglamentar la actividad de las personas en busca de ese ideal de convivencia social. Una tal forma de vida debería estar edificada sobre el supuesto de un consenso entre los coasociados en relación con la necesidad de obedecer determinados patrones de comportamiento, pues de lo contrario la existencia de ellos, lejos de permitir una armónica convivencia, se convertiría en su mayor obstáculo. Como consecuencia de ese consenso que teóricamente debería fundar las directrices de comportamiento social, surge la necesidad de que cada sujeto pueda organizar su actividad sobre el supuesto de que las demás personas se comportarán también de manera reglamentaria, a pesar de que la experiencia enseñe que ello no siempre ocurre; a partir de esos supuestos se reconoce a nivel doctrinal y jurisprudencial la existencia de un principio de confianza que encierra justamente la facultad de asumir como regla general de comportamiento que los ciudadanos se conducen conforme a las previsiones sociales de conducta[8].

    Si no existiera ese principio de confianza, actividades como la del tránsito automotor serían difícilmente realizables, pues en cada esquina deberíamos contar con la posibilidad de que los demás conductores no respetaran el derecho de prioridad o los semáforos, así como siempre tendríamos que contar con la posibilidad de que los peatones cruzaran imprudentemente las calles; una tal exigencia desembocaría en la necesidad de conducir los vehículos lentamente apenas con la velocidad suficiente para enfrentar todas esas vicisitudes, con lo cual las ventajas que a nivel social brinda el tránsito rodado habrían desaparecido por completo. Siguiendo a Yesid Reyes Alvarado[9], no nos parece acertada la opinión expresada en alguna oportunidad por la Suprema Corte Alemana al ocuparse de un caso en el cual el conductor de un ómnibus que a las cinco de la mañana se desplazaba por la calle de una ciudad y observó sobre la vía un bulto, al cual tomó por un fardo de papel o cualquier otro objeto no peligroso y por ende condujo sobre él produciendo la muerte de quien a la postre resultó ser un hombre ebrio; en este caso sostuvo la Suprema Corte que un conductor que percibe un obstáculo sobre una calle en la cual ordinariamente podrían circular personas (con lo cual sólo se pretende excluir de toda consideración a las autopistas) debe contar con que se trata de un hombre vivo. Según el citado autor, una exigencia tal supone el abandono del principio de confianza, ya que como regla general nadie debe contar con que las personas se acuesten a dormir (por cualquier razón) sobre las vías destinadas a la circulación de vehículos automotores.   

     1. Fundamento. Contrariamente a lo que en alguna oportunidad afirmó el Tribunal Supremo del Reino Alemán[10], no es la experiencia general de la vida la que sirve de fundamento al principio de confianza; por el contrario, puede llegarse a sostener la posición inversa en cuanto la admisión del mencionado criterio de imputación objetiva implica el previo reconocimiento de que en la vida de relación social no todas las personas se comportan permanentemente en consonancia con los patrones de conducta vigentes, pese a lo cual todos podemos organizar nuestras actividades sobre el supuesto de que los demás actuarán correctamente, lo cual significa que desde el punto de vista jurídico se permite como regla general ignorar que de acuerdo con nuestra experiencia general de la vida existen actuaciones contrarias a las expectativas de comportamiento social.

    Con base en similares razonamientos, resulta válido rechazar la opinión de quienes se inclinan por considerar a la previsibilidad como fundamento del principio de confianza; pues con dicha afirmación se admitiría que la realización de conductas que se apartan de los patrones de conducta social no son previsibles debido a su escasa ocurrencia; una somera consideración de la forma  como a diario se comportan quienes toman parte en el tránsito automotor de una ciudad tanto en su condición de conductores de vehículos como en su calidad de peatones, nos conducirá sin dificultad alguna al reconocimiento de que el cúmulo de conductas que no coinciden con la forma en que deberían desarrollarse actividades tan frecuentes como las relacionadas con el tránsito automotor, es suficiente para hacer previsible su ocurrencia; en consecuencia, pese a que puede considerarse como especialmente previsible que los conductores excedan los límites de velocidad preestablecidos, el principio de confianza nos faculta para que organicemos nuestro comportamiento sobre el supuesto de que los demás se conducirán reglamentariamente, lo que en el ejemplo propuesto significa que una vez dentro del tránsito vehicular debemos suponer como regla general que los demás participantes observarán normas como las que limitan la velocidad de los automotores; en síntesis, se trata de un criterio de imputación que lejos de estar fundamentado en el concepto de la previsión, rige aun en contra de la clara previsibilidad de conductas desviadas[11].

    La genérica referencia a una ponderación entre la libertad de actuación y la protección de bienes jurídicos como fundamento del principio de confianza es, a nuestro entender, poco adecuada, ya que si por ejemplo se tratara de decidir entre la protección de la vida e integridad de las personas y la fluidez del tránsito automotor, forzoso sería reconocer que debe primar la tutela de aquélla, aunque su estricta aplicación implicara la eliminación del principio de confianza. En efecto, si a partir de una ponderación de intereses se admitiera la existencia del principio de confianza a sabiendas de que su detallada observancia puede generar daños como los que suelen presentarse en el tránsito automotor, deberíamos concluir que prima la fluidez del tránsito frente a la incolumidad[12].

    La organización social que durante el desarrollo de este trabajo hemos venido considerando a partir de la asignación de ámbitos de competencia, implica que cada persona en el desarrollo de los papeles sociales que le corresponden debe llenar las expectativas de comportamiento social que de ella se derivan, lo cual equivale a decir que cada persona es responsable de las consecuencias que puedan desprenderse de su actuación defraudadora, esto es, de una conducta contraria a los patrones de convivencia social. Esas diversas exigencias de comportamiento son las que permiten sostener que no todo incumbe a todos, de manera que como regla general y salvo las obligaciones derivadas de las normas que regulan la solidaridad social, sólo se tiene obligación de actuar conforme a lo que de cada uno en sus respectivos papeles se espera. Pero para que funcione una vida de relación social en la cual cada persona se limite a satisfacer las expectativas de comportamiento que de ella se tienen, es indispensable que cada uno pueda organizar sus actuaciones sobre el supuesto de que los demás se conducirán a su vez de acuerdo con la forma como de cada uno de ellos se espera, lo cual no es nada diverso del expreso reconocimiento de la autorresponsabilidad, una de cuyas manifestaciones es precisamente el principio de confianza.

    Recurriendo una vez más al ejemplo del tránsito automotor, puede decirse que para evitar el caos absoluto que supondría la arbitraria circulación de cada vehículo, todos los conductores deben obedecer las señales de tránsito que pretenden racionalizar la mencionada actividad. Eso supone que cada conductor debe detener su vehículo ante la luz roja del semáforo, pero implica también que cuando la luz sea verde no tenga por qué disminuir su velocidad o detener su automotor, porque el deber de detenerse no cae dentro de su ámbito de responsabilidad, sino que es competencia del conductor para el cual rige la luz roja; lo contrario supondría que cada conductor debe asumir los ámbitos de responsabilidad ajenos o renunciar a los propios. Por eso debe reconocerse que el principio de confianza tiene su fundamento en el más genérico postulado de la autorresponsabilidad[13].

     En tanto el principio de confianza autoriza organizar el propio comportamiento sobre el supuesto de que los demás actuarán reglamentariamente, contiene una permisión de conducta y es por lo tanto una manifestación del riesgo permitido[14], lo cual de plano conduce necesariamente a admitir su aplicación respecto de toda clase de delitos y no sólo en relación a los culposos como lo propone Claus Roxin[15], quien con ello parece desconocer que el riesgo permitido es una figura que siendo elemento de la imputación objetiva es a su vez presupuesto común de delitos dolosos, culposos, tentados y consumados. Inaceptable resulta también la pretensión de considerar al principio de confianza como componente de una inevitabilidad que a su vez sería causal de justificación, pues una afirmación tal supondría el reconocimiento de que quien observa el principio de confianza se comporta “típicamente” (es decir, despliega una conducta penalmente “injusta”) y sólo resulta eximido de responsabilidad por la presencia de la inevitabilidad del resultado como causal de justificación. Según ello, la única forma de que un conductor pudiera evitar la comisión de infinidad de conductas típicas sería la de renunciar al principio de confianza y en consecuencia conducir despacio para contrarrestar las imprudencias de los peatones, y detenerse en cada esquina para precaverse contra las posibles lesiones a su derecho de prioridad. En sí, la opinión de quienes consideran que el principio de confianza desempeña un papel fundamental dentro de la denominada “prohibición de regreso”, la consideramos correcta, pues a nuestro entender la prohibición de regreso no es sino una figura genérica que comprende tanto problemas relacionados con la realización como con la creación de riesgos, de manera tal que cobija asimismo al principio de confianza.

    2. Limitaciones. Así como el reiterado desconocimiento de determinadas reglas de comportamiento no posee la virtud taumatúrgica de transformar una conducta prohibida en permitida, tampoco la frecuente violación de reglas puede ser considerada como una limitación del principio de confianza, que de otra manera se vería no sólo recortado sino definitivamente anulado[16]; así, aun cuando en la práctica las normas que limitan la velocidad suelen ser incumplidas por una buena cantidad de conductores, y pese a que los peatones no suelen atravesar las calles por los lugares reglamentariamente previstos para el efecto, la frecuencia de dichas conductas desviadas no significa que los demás participantes en el tráfico automotor no puedan confiar en que los peatones se comportarán prudentemente o en que las normas sobre la velocidad serán respetadas, pues de lo contrario desaparecerían todas las ventajas propias de la circulación vehicular.

    Ampliamente difundida es la opinión de que el principio de confianza no puede ser invocado cuando existen inequívocos elementos de juicio de los cuales se infiera una conducta no reglamentaria por parte de un tercero[17], como ocurriría cuando el conductor de un vehículo se percata de que un ebrio intentará cruzar la calle en forma imprudente, o de que otro vehículo no respetará su prioridad, eventos en los cuales el sujeto que reconoce una circunstancia tal no podría invocar en su favor el principio de confianza sino que debería adoptar una conducta diferente para evitar un resultado dañoso, lo que en los ejemplos mencionados equivaldría a renunciar a su prioridad tanto frente al peatón como frente al automovilista imprudente.

    Esta usual forma de limitación al principio de confianza no nos parece, sin embargo, lo suficientemente precisa como para permitir su adecuada aplicación en todos los ámbitos de la vida social, pues como advierte Reyes Alvarado[18], quien como empleado de una fábrica de productos químicos tiene como única función la de abrir periódicamente una esclusa por la cual se vierten determinados residuos líquidos, no crea con su conducta un riesgo típicamente relevante en el supuesto de que esas aguas residuales contaminen un río, porque son otras personas dentro de la fábrica las competentes para ello, y son ellas quienes se encargarían de evitar ese resultado dañoso; aun en el hipotético evento de que el empleado encargado de la apertura de la mencionada esclusa sepa que a través de ella fluyen sustancias contaminantes, no creará un riesgo penalmente relevante porque dentro de su empresa no le compete velar por la pureza de las aguas residuales sino por el oportuno accionamiento de un mecanismo que permite abrir y cerrar una esclusa; en consecuencia, pese al conocimiento de la peligrosidad de las aguas que son vertidas a través de la compuerta que él abre, puede seguir confiando en que las personas encargadas de ello evitarán la contaminación de las aguas y por tanto rige para él el principio de confianza, aunque tenga conocimiento de la conducta incorrecta del encargado de las aguas residuales.

    No es, entonces, el simple conocimiento de la incorrección de conductas ajenas lo que establece la limitación al principio de confianza y la necesidad de acomodar la propia conducta a las nuevas circunstancias, sino que se requiere además que quien de ello se percata sea competente para evitar el daño[19]. En el fondo, el principio de confianza, como manifestación del riesgo permitido, termina cuando a una persona en determinadas circunstancias le es exigida una específica forma de comportamiento, de manera que, por ejemplo, de todo conductor se espera una actuación que siendo acorde con la situación concreta evite la producción de daños, estando por ello obligado a renunciar a su derecho de prioridad cuando tenga fundadas razones para suponer que él no será respetado. De la misma manera, el médico que dirige un equipo quirúrgico tiene la máxima responsabilidad por la forma como se desarrollen las actividades en las que su equipo interviene, de modo que si bien en principio puede confiar en la capacidad del personal, cuando se percate de que uno de sus colaboradores ha entendido en forma incorrecta una de sus instrucciones, está en la obligación de acomodar su conducta de manera tal que pueda evitar los daños que de esa equivocación puedan derivarse. Pero por el contrario, el portero de una fábrica de productos químicos puede limitarse a controlar la entrada de personas al establecimiento, aun a sabiendas de que quienes adentro laboran producen desechos contaminantes, puesto que su eliminación no cae dentro de su ámbito de competencia. La limitación del principio de confianza se deriva, entonces, de la posición de garante del autor.

    Debe advertirse, sin embargo, que no basta la simple observación de una conducta incorrecta para concretar esa posición de garante como limitación del principio de confianza, puesto que en principio se debe suponer que quien se comporta irregularmente corregirá su conducta, de manera tal que sólo cuando resulte claro que quien no se comporta en forma reglamentaria continuará con su indebida actuación, surgirá la limitación del principio de confianza para los garantes. Ejemplificando la situación, diremos que el conductor que observa un vehículo que avanza en dirección contraria por la mitad de la calzada, puede suponer que su conductor reasumirá la posición que reglamentariamente le corresponde, y sólo cuando sea evidente que ese vehículo continuará marchando sobre la calzada equivocada, debe dejar de confiarse en la reiniciación de una conducta correcta, y acomodar la propia conducta a la nueva situación[20].

    Con alguna frecuencia suele manifestarse que quien se comporta irregularmente no puede invocar para sí la vigencia del principio de confianza, lo cual es objetado por un sector doctrinal para el cual al conductor que tenga la vía aunque conduzca con exceso de velocidad puede confiar en que los conductores que transitan por las calles perpendiculares respetarán la luz roja que les exige detener su marcha. Debemos comenzar por aclarar que si se defiende la tesis de que el principio de confianza no es nada diverso de una manifestación del riesgo permitido, es claro que los dos conceptos no pueden resultar enfrentados, en el sentido de que la existencia de un riesgo típicamente relevante y la vigencia del principio de confianza son incompatibles; por ello, quien se comporta indebidamente generará un riesgo penalmente relevante con independencia de si un tercero genera igualmente otro riesgo prohibido, lo cual significa que quien en una calle con prioridad conduce con exceso de velocidad crea sin lugar a dudas un riesgo desaprobado, aun cuando el conductor que viole esa prioridad también genera un riesgo censurable.

    Lo que en verdad ocurre cuando se dice que el propio error de comportamiento no excluye el principio de confianza, es que se analiza el mismo problema pero desde la perspectiva del “tercero” y no del que podríamos llamar “autor”, puesto que el propio error de comportamiento (del “tercero” en este caso) es para el “autor” con posición de garante el indicador que respecto de él anula el principio de confianza. Así, por ejemplo, cuando el peatón se detiene en medio de una calzada de amplia visibilidad (“propio error de comportamiento”), los conductores de vehículos deben acomodar su conducta a esta nueva circunstancia porque, como quedó explicado, no rige más para ellos el principio de confianza; ahora bien, quien no modifique de tal manera su conducta habrá creado por su parte un nuevo riesgo típicamente relevante y el problema dejará ya de ser de creación de riesgos para desplazarse al ámbito de su realización, en donde se habrá de determinar cuál de las dos conductas generadoras de riesgos penalmente relevantes se realizó en el resultado. Esto se ve claramente con un análisis más detenido del ejemplo anterior: así, aunque en el fondo tanto el peatón que imprudentemente se detiene sobre la mitad de la vía como el conductor que conduciendo con exceso de velocidad no hace nada por evitar lesionarle han creado riesgos típicamente relevantes, ambos podrían sostener válidamente que confiaban en que el otro se comportaría de forma reglamentaria, con lo cual arribaríamos a la insostenible conclusión de que habiendo ambos actuado en el principio de confianza no crearon riesgos desaprobados.

    Para Krümpelmann[21], una regla general de la pérdida del principio de confianza es innecesaria debido a que todos los problemas que con ese genérico enunciado pretenden solucionarse, encuentran una adecuada explicación a través del principio general de imputación que señala claramente que el peligro realizado debe ser el mismo que se ha creado en forma desaprobada; afirmación que, sin embargo, desconoce a nuestro entender el hecho de que los casos que realmente corresponden a limitaciones del principio de confianza son justamente problemas de creación de riesgos típicamente relevantes, de tal manera que deben ser resueltos con anterioridad al examen de su realización. Finalmente, debe anotarse que el hecho de que existan limitaciones al principio de confianza no descalifica a la autorresponsabilidad como su fundamento, sino que por el contrario la reafirma, pues frente a determinadas circunstancias existe para el titular del principio de confianza el deber de renunciar a él; esto no significa solamente que le es exigida una determinada forma de conducta, sino también que ese nuevo comportamiento que de él se espera cae dentro de su ámbito de responsabilidad.

    III. VALIDEZ DEL PRINCIPIO DE CONFIANZA EN LAS ACTIVIDADES RELACIONADAS CON EL TRÁNSITO AUTOMOTOR

La validez del principio de confianza en las actividades relacionadas con el tránsito rodado, como anota H. Schumann[22], no ha sido siempre reconocida, sino que por el contrario en las primeras décadas del siglo pasado el Tribunal Supremo del Reino Alemán desarrolló justamente el principio inverso, al sentar el criterio de que los conductores deberían desarrollar su actividad teniendo en cuenta la posibilidad de que los peatones (u otros conductores de vehículos) se comportaran de manera imprudente. Este, que podría válidamente denominarse “principio de desconfianza”, fue por ejemplo aplicado en 1926 al caso del conductor de un vehículo, que arrolló a un peatón que imprudentemente intentaba cruzar los rieles del tranvía sin cerciorarse de la presencia de vehículos sobre la calzada, oportunidad en la cual señaló el Tribunal Supremo que con esta clase de conductas descuidadas debía contar todo conductor de vehículos[23].

En la actualidad es, sin embargo, generalmente aceptado que en materia de tránsito automotor rige el principio de confianza[24], y por ende el conductor de un vehículo que tiene prioridad frente a otros automotores puede confiar en que ellos cumplirán su deber de detenerse respetando así su derecho, o en que el ciclista al cual intenta sobrepasar reglamentariamente no está ebrio, así como todo conductor puede confiar en que los peatones se comportarán en forma prudente no intentando cruzar las calles por lugares diversos de los permitidos ni en oportunidades en las cuales ello les esté expresamente prohibido. En este sentido puede mencionarse una sentencia de la Suprema Corte Alemana, en la cual se precisó que el conductor de un automotor que se percata de que en la dirección contraria a la suya se encuentra estacionado un bus, puede confiar en que detrás de él no habrá un peatón que imprudentemente intente cruzar la calle, sino que conforme a las reglas de tránsito avanzará inicialmente sólo lo necesario para cerciorarse sobre la presencia de otros vehículos en la calzada antes de cruzar la calle[25] [26].

IV.   BIBLIOGRAFÍA

1. BACIGALUPO ZAPATER, Enrique. Manual de Derecho penal. Parte general. Exposición referida a los Derechos vigentes en Argentina, Colombia, España, México y Venezuela. Tercera reimpresión. Editorial Temis, S.A. Santa Fe de Bogotá. 1996. 261 p.

2. CANCIO MELIÁ, Manuel. Líneas básicas de la teoría de la imputación objetiva. Ediciones Jurídicas Cuyo. Mendoza. 2001. 182 p.

3. CORCOY BIDASOLO, Mirentxu. El delito imprudente. Criterios de imputación del resultado. P. P. U. Barcelona. 1989. 486 p.

4. JAKOBS, Günther / CANCIO MELIÁ, Manuel. El sistema funcionalista del Derecho penal. Editora Jurídica Grijley. Lima. 2000. 245 p.

5. JAKOBS, Günther. La imputación objetiva en Derecho penal. Traducción de Manuel Cancio Meliá. Primera Edición Peruana. Lima. 1998. 120 p.

6. PEÑARANDA RAMOS, Enrique / SUÁREZ GONZÁLEZ, Carlos / CANCIO MELIÁ, Manuel. Un nuevo sistema del Derecho penal. Consideraciones sobre la teoría de la imputación de Günther Jakobs. Editora Jurídica Grijley. 1998. 111 p.

7. PRADO SALDARRIAGA, Víctor / BOJORQUEZ PADILLA, Uldarico / SOLÍS CAMORENA, Edgar. Derecho penal. Parte general. Materiales de enseñanza. Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Primera edición. Editora Jurídica Grijley. Lima. 1995. 909 p.

8. REYES ALVARADO, Yesid. Imputación objetiva. Segunda edición, revisada. Editorial Temis, S.A. Santa Fe de Bogotá. 1996. 405 p.

9. ROXIN, Claus. Derecho penal. Parte general. Fundamentos. La estructura de la teoría del delito. Tomo I. Traducción de la segunda edición alemana por Diego Manuel Luzón Peña, Miguel Díaz y Conlledo y Javier de Vicente Remesal. Editorial Civitas, S. A. Madrid. 1997. 1070 p.



[1] Abogado por la Universidad Nacional de Trujillo. Profesor de Derecho Penal en la Universidad César Vallejo de Trujillo. Fiscal Provincial Adjunto de la Segunda Fiscalía Provincial Penal Corporativa de Trujillo.

 

[2] Peñaranda Ramos, Enrique / Suárez González, Carlos / Cancio Meliá, Manuel. Un nuevo sistema del Derecho penal. Consideraciones sobre la teoría de la imputación de Günther Jakobs. Editora Jurídica Grijley. Lima. 1998, p. 24.

[3] Jakobs, Günther. La imputación objetiva en Derecho penal. Traducción de Manuel Cancio Meliá. Primera Edición Peruana. Lima. 1998, p. 41.

[4] Jakobs, Günther. La imputación…, p. 58.

[5] Cancio Meliá, Manuel. Líneas básicas de la teoría de la imputación objetiva. Ediciones Jurídicas Cuyo. Mendoza. 2001, p. 69.

[6] Esta cuestión, según Manuel Cancio Meliá (Líneas básicas…, p. 119), es la que quizá más producción bibliográfica ha motivado en relación con la teoría de la imputación objetiva, y, en todo caso, es la que mayores repercusiones ha generado en la jurisprudencia de diversos países.

[7] Jakobs, Günther. La imputación…, pp. 87-88.

[8] Torío López, Ángel. Naturaleza y ámbito de la teoría de la imputación objetiva, en: Prado Saldarriaga, Víctor / Bojorquez Padilla, Uldarico / Solís Camarena, Edgar. Derecho penal. Parte general. Materiales de enseñanza. Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Primera edición. Editora Jurídica Grijley. Lima. 1995, p. 318 y ss.

[9] Reyes Alvarado, Yesid. Imputación objetiva. Segunda edición, revisada. Editorial Temis, S.A. Santa Fe de Bogotá. 1996, p. 143.

[10] RGSt 73, 242. Cita de: Reyes Alvarado, Yesid. Imputación objetiva, p. 143, nota 100.

[11] En contra de considerar a la previsibilidad como el fundamento del principio de confianza: Jakobs, Günther / Cancio Meliá, Manuel. El sistema funcionalista del Derecho penal. Editora Jurídica Grijley. Lima. 2000, p. 76.

[12] En contra de la ponderación de intereses como fundamento del principio de confianza, H. Schumann, citado por: Jakobs, Günther / Cancio Meliá, Manuel. El sistema funcionalista..., p. 76.

[13] M. Maiwald, citado por: Jakobs, Günther / Cancio Meliá, Manuel. El sistema funcionalista..., p. 78.

[14] Enrique Bacigalupo Zapater, por el contrario, piensa que entre el riesgo permitido y el principio de confianza hay tan sólo una cercanía, pero que se trata de figuras diferentes (Manual de Derecho penal. Parte general. Exposición referida a los Derechos vigentes en Argentina, Colombia, España, México y Venezuela. Tercera reimpresión. Editorial Temis, S.A. Santa Fe de Bogotá. 1996, pp. 196-197).

[15] Roxin, Claus. Derecho penal. Parte general. Fundamentos. La estructura de la teoría del delito. Tomo I. Traducción de la segunda edición alemana por Diego Manuel Luzón Peña, Miguel Díaz y Conlledo y Javier de Vicente Remesal. Editorial Civitas, S. A. Madrid. 1997, p. 241 y ss.

[16] Jakobs, Günther. La imputación..., p. 70, quien precisa que el principio de confianza no pierde efectividad por la probabilidad de errores ajenos.

[17] Es decir, que no basta la simple presencia de un niño, un anciano o un minusválido para restringir la operatividad del principio de confianza, sino que deben existir concretos puntos de referencia que indiquen que esas u otras personas se comportarán de una manera diversa a como deberían hacerlo. Es entonces incorrecta la invocación de un “principio de defensa” que (en materia de circulación de automotores) limitaría el de confianza por la sola presencia (aun inactiva) de peatones que puedan ser considerados como niños, ancianos o inválidos. En favor del mencionado “principio de defensa”: Mirentxu Corcoy Bidasolo (El delito imprudente. Criterios de imputación del resultado. P. P. U. Barcelona. 1989, pp. 331-333).

[18] Reyes Alvarado, Yesid. Imputación objetiva, p. 148.

[19] Reyes Alvarado, Yesid. Imputación objetiva, p. 149.

[20] Jakobs, Günther / Cancio Meliá, Manuel.  El sistema funcionalista..., pp. 78-79.

[21] Citado por Y. Reyes Alvarado, Yesid. Imputación objetiva, p. 150.

[22] Citado por: Reyes Alvarado, Yesid. Imputación objetiva, p. 151, nota 122.

[23] Caso citado por: Reyes Alvarado, Yesid. Imputación objetiva, p. 152.

[24] Jakobs, Günther. La imputación..., pp. 71-72; Cancio Meliá, Manuel. Líneas básicas..., p. 105.

[25] Sentencia citada por: Reyes Alvarado, Yesid Imputación objetiva, p.152.

[26] Aun cuando inicialmente el principio de confianza fue concebido como una útil herramienta dentro de las actividades relacionadas con el tránsito automotor, en la actualidad resulta evidente que su ámbito de aplicación se extiende más allá de dichas fronteras, debiendo ser considerado en todas aquellas actividades sociales en las cuales participan una pluralidad de personas. Usualmente se hace referencia a la división del trabajo que caracteriza nuestra vida moderna como uno de los principales campos de aplicación del principio de confianza, si se admite correctamente que una efectiva división del trabajo es solamente posible a partir de la confianza que cada uno de los miembros de la comunidad tenga de sus compañeros.

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