18 mayo 2012

EL USO DE LA FUERZA PÚBLICA POR LOS ÁRBITROS


Rolando Augusto Acosta Sánchez
                                           Vocal del Tribunal Registral - SUNARP





Sumario
Introducción
ü  I     :           Jurisdicción y arbitraje en el ordenamiento jurídico peruano
ü  II    :           El arbitraje como jurisdicción “completa” y poder constituido
ü  III    :         La racionalidad socioeconómica, política y jurídica de la jurisdicción arbitral
1.    Justificando la jurisdicción arbitral: los criterios de eficiencia y de conveniencia social
2.    La justicia ¿bien público?
3.    La racionalidad estratégica o la “teoría de juegos” como herramienta para analizar la mejor opción de resolución de conflictos
4.    Comunicación e interacción de las partes en conflicto: elementos que incentivan la mejor y más rápida solución
ü  IV: El arbitraje como parte de una política pública de justicia.
ü  V:  Condiciones mínimas para autorizar el uso de la fuerza pública por la jurisdicción arbitral



INTRODUCCIÓN

La crisis del servicio público de justicia a nivel mundial, debido al incremento de los conflictos y de la carga procesal, a la corrupción (en ciertos casos institucionalizada) y a la globalización de las economías y la rapidez y facilidad de las transacciones domésticas e internacionales (que exige resolver las diferencias producidas con igual celeridad y facilidad), ha producido el auge de los medios alternativos de solución de conflictos, especialmente del arbitraje, y más especialmente en el campo de la contratación internacional y de la estatal.
No obstante, uno de los problemas principales que afronta quien obtuvo un laudo favorable es el de la ejecución del mismo, pues frente a la negativa del vencido a cumplir con lo laudado ha de recurrir –generalmente- a su ejecución en vía judicial, escenario que por obvias razones se quiso evitar al recurrir al arbitraje.
La ejecución judicial de los laudos lleva implícito el monopolio estatal del uso de la fuerza pública, lo que en términos efectivos significa que los árbitros carecen de la facultad de hacer ejecutar sus decisiones, con la fuerza pública si fuese necesario. De ahí que algunos nieguen que el arbitraje constituya realmente jurisdicción, pues uno de los rasgos que caracterizan a ésta es, precisamente, la posibilidad de hacer cumplir coactivamente la decisión que resuelve el conflicto.
El arbitraje tiene, en nuestro país, reconocimiento constitucional como jurisdicción, pero la legislación infraconstitucional no admite la utilización de la fuerza pública para hacer realidad el fallo arbitral. A partir de esta situación, el presente trabajo –a la luz del ordenamiento jurídico vigente- analizará la conveniencia de autorizar, de modo general o con ciertos límites- el uso de la fuerza pública por los árbitros.

I:  JURISDICCIÓN Y ARBITRAJE EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO PERUANO
El artículo 139.1 de la Constitución, al establecer la unidad y exclusividad de la función jurisdiccional, ha dispuesto que “(n)o existe ni puede establecerse jurisdicción alguna independiente, con excepción de la militar y la arbitral”. El Tribunal Constitucional, en los fundamentos 7 al 9 de su sentencia recaída en el Expediente 6167-2005-PHC/TC, le ha reconocido al arbitraje el carácter de jurisdicción, toda vez que su ejercicio está determinado por los cuatro requisitos siguientes:
a)    Conflicto entre las partes.
b)    Interés social en la composición del conflicto.
c)    Intervención del Estado mediante el órgano judicial, como tercero imparcial.
d)    Aplicación de la ley o integración del derecho”[1]
Que la jurisdicción no constituye un concepto jurídico unívoco (y que por ello lo afirmado por el Tribunal Constitucional es relativo) lo prueba el hecho de que un importante sector de la doctrina entiende que la jurisdicción requiere, esencialmente, de la concurrencia de dos elementos: a) carácter definitivo de las decisiones jurisdiccionales, y b) posibilidad del órgano jurisdiccional de hacer cumplir su decisión, incluso con el apoyo de la fuerza pública (executio)[2].
Así mismo, en tanto el Tribunal Constitucional asume que el arbitraje forma parte del orden público constitucional y que no encuentra su fundamento en la autonomía de la voluntad (fundamento 11), prestigiosas opiniones y jurisprudencia comparada señalan que el arbitraje se justifica por la autonomía de la voluntad de quienes recurren a su utilización. Cremades, por ejemplo, postula que “(e)l arbitraje se justifica en la autonomía de la voluntad, fruto de la libertad, valor fundamental que nuestro ordenamiento jurídico propugna en el artículo 1.1 (de la Constitución española)”. El mismo autor, en apoyo de su tesis, invoca la Sentencia del Tribunal Constitucional de 17 de enero de 2005, citando STC 176/1996, de 11 de noviembre, Fundamento Jurídico Primero, según la cual el arbitraje es “«…un medio heterónomo de arreglo de controversias que se fundamenta en la autonomía de la voluntad de los sujetos privados (art. 1.1 CE)…”[3].
Por último, a contracorriente de la tesis del arbitraje como función jurisdiccional, no son pocos quienes rechazan tajantemente esa postura. Lorca Navarrete, por ejemplo, afirma radicalmente que “(e)l arbitraje extraña la jurisdicción. Frente a la vexata quaestio de la jurisdiccionalidad del arbitraje es preciso evidenciar como el arbitraje es extraño a los ámbitos de la soberanía estatal que presupone el ejercicio de la potestad jurisdiccional constitucional por cuanto es expresión de la autonomía privada[4]. Es preciso señalar que una abrumadora mayoría, con ciertos matices y con argumentos más o menos comunes, participa de la tesis que niega al arbitraje la condición de jurisdicción[5].

II: EL ARBITRAJE COMO JURISDICCIÓN “COMPLETA” Y PODER CONSTITUIDO
Son varios los argumentos jurídicos que hacen harto discutible la tesis de la naturaleza jurisdiccional del arbitraje sostenida por el Tribunal Constitucional. De ahí que Reggiardo, al explicar el diseño de la jurisdicción, afirme que la cuestión debe abordarse principalmente desde una óptica política: el poder constituyente, detentador del poder de impartir justicia, puede delegar esa potestad en diversos órganos estatales e incluso en sujetos ajenos al Estado, pues interesa fundamentalmente el criterio de eficiencia del control social que supone el ejercicio de la jurisdicción[6]. Más adelante, el citado autor –en referencia directa al arbitraje- sostiene, en la misma línea, que con arreglo al artículo 139.1 de la Constitución, si el arbitraje constituye jurisdicción, es políticamente posible que el poder constituyente le atribuya la facultad de hacer ejecutar los laudos con el auxilio de la fuerza pública[7].
Sobre el tema, creemos que zanjada la cuestión de la jurisdicción arbitral por el Tribunal Constitucional[8], resulta que políticamente el poder constituyente ya optó por reconocer que el Poder Judicial no tiene el monopolio exclusivo y excluyente del servicio público de impartición de justicia. Bajo la lógica del profesor Reggiardo, la decisión política sobre el tema ya fue adoptada, y sólo resta que el poder constituido viabilice dicha opción erigiendo al arbitraje en verdadera (o completa) jurisdicción. Dicho de otro modo: para ser coherente con la Constitución y el Tribunal Constitucional, la legislación ordinaria debería (o por lo menos podría) reconocer a los árbitros la facultad de hacer uso de la fuerza pública para hacer cumplir lo laudado, sin que ello implique una modificación constitucional. Es cierto que la modificación de la legislación vigente (Código Procesal Civil y Ley General de Arbitraje) importaría, definitivamente, una decisión política del Congreso; sin embargo, dicha decisión la adoptaría el poder constituido, y no el constituyente.

III: LA RACIONALIDAD SOCIOECONÓMICA, POLÍTICA Y JURÍDICA DE LA JURISDICCIÓN ARBITRAL
Pero el razonamiento seguido para arribar a la conclusión anterior se construye con premisas esencialmente jurídicas, y no políticas. Si en el escenario constitucional presente nada obsta para que el Congreso modifique las leyes vigentes para, bajo ciertas condiciones, otorgar a los árbitros la potestad de executio y autorizar así que los fallos arbitrales se hagan cumplir por los propios árbitros y que éstos puedan para ello solicitar el auxilio de la fuerza pública, ello sería directa consecuencia de lo prescrito por el artículo 139.1 de la Constitución y de las consideraciones del Tribunal Constitucional recogidas en la sentencia recaída en el Expediente 6167-2005-PHC/TC. Ello nos aleja de la tesis del carácter predominantemente político del diseño constitucional de la jurisdicción. Por ello, es necesario ahondar en las razones por las cuales resulta políticamente deseable y socialmente aceptable la jurisdicción arbitral. Ello conlleva dejar de lado las consideraciones jurídicas sobre el tópico.
La jurisdicción busca resolver los conflictos sociales producidos por la interacción humana en la sociedad. El análisis, por consiguiente, debe formularse desde una perspectiva social, tal como lo sostiene Peña Gonzáles[9], a quien seguiremos en lo medular a partir de este punto.
Formas de solucionar los conflictos sociales hay diversas: desde la violencia hasta el olvido, desde el proceso judicial al laudo arbitral. Algunas son equivalente entre sí, y puede decirse que cumplen la misma función (son “funcionalmente equivalentes”), lo que no significan que todas lo hagan con la misma efectividad. De ahí que convenga establecer cuál de esas formas alternativas de solución conflictual ofrece mayores y mejores ventajas “a la luz de un cierto ideal de moralidad política o social”, tesis que concuerda o complemente la del profesor Reggiardo en cuanto al criterio eficientista del control social como determinante de la fijación, por parte del poder constituyente, de una jurisdicción monopólica a cargo del Estado o de su distribución entre diversos órganos y sujetos.
1.    Justificando la jurisdicción arbitral: los criterios de eficiencia y de conveniencia social
Son, entonces, dos criterios básicos los que se deben tomar en cuenta para establecer si la jurisdicción arbitral está justificada, o si debe permanecer sólo la jurisdicción judicial estatal: uno de eficiencia y otro social. Pero ello supone, paralelamente, definir cuál debe ser el objetivo social en materia de justicia: o se propugna un acceso lo más amplio posible de los ciudadanos a la tutela judicial[10], o se les brinda procedimientos igualmente efectivos, pero no necesariamente judiciales, para tutelar sus derechos[11].
Según Peña, el arbitraje –y otros mecanismos alternativos- forman parte del objetivo social óptimo en materia de justicia[12]. Señala el autor que la elección racional de la sociedad es el producto de las elecciones racionales individuales de sus miembros. Dicha elección racional supone que el individuo (primero) y la sociedad (después), entre varias opciones posibles, elige aquella cuyas consecuencias son preferibles a otra u otras.
El problema de cómo se forma, en términos económicos, la elección racional de la sociedad sobre la base de las individuales, se intenta solucionar mediante el denominado “óptimo de Pareto”: una situación social es óptima cuando no se puede beneficiar a alguien sin que ello importe perjudicar a otro: lo que uno gane otro lo perderá. Trasladando el esquema al servicio de justicia, éste será óptimo si es no se puede brindar una mayor o mejor tutela jurisdiccional (no necesariamente judicial) a un ciudadano sin que ello perjudique a otros (incluido el propio Estado). A la inversa: será ineficiente cuando puede incrementarse cuantitativa o cualitativamente la tutela a menor costo y sin que ninguno de los actualmente protegidos se vea perjudicado[13].
Entre las Conclusiones de la CERIAJUS en materia de justicia, es necesario proporcionar al sistema de justicia los recursos necesarios para que brinde respuestas justas individual y socialmente, pues la cobertura de dicho sistema es muy escasa (a modo de ejemplo: 4 juzgados por cada 100,000 habitantes, y un juez por cada 17,628 peruanos). Se postula que el incremento de recursos se traducirá en un incremento de la cobertura del servicio, lo que presupone (aunque no exclusivamente) incrementar el número de juzgados.
Pero crear más juzgados conlleva, según Peña,  el peligro de alentar la litigiosidad: mayor oferta de juzgados provocaría que los procesos duren menos, lo que incentivaría a judicializar los conflictos ante la expectativa de su pronta solución. De otro lado, los efectos individuales y sociales de la modernización y del crecimiento económico en sociedades como las latinoamericanas producen marginalidad y delincuencia menor (“de bagatela”, la califica Peña). Como el desarrollo económico en la hora actual supone el retroceso del Estado en gran parte de la economía (liberalismo económico), pero a la vez ese desarrollo provoca efectos sociales nocivos, el Estado vuelca su atención sobre dicho resultado social de marginalidad. Los nuevos conflictos se “juridifican” (adquieren carácter jurídico), pero ello no debe determinar, inexorablemente, que sea el Poder Judicial quien los resuelva, pues la respuesta “adversarial” que éste proporciona al conflicto provocaría más marginalidad: el juez da al razón –generalmente por completo- a una de las partes, en tanto que la otra permanece insatisfecha.

2.    La justicia ¿bien público?
De otro lado, Peña nos da una razón de justicia distributiva: la justicia es un bien privado (en razón que se trata de un servicio costeado por los contribuyentes con sus impuestos), y no público, por lo que su utilización excluye a otros. Por la vía de los impuestos directos o indirectos, es la inmensa mayoría de bajos recursos quienes subsidian el servicio de justicia; y paradójicamente son estos quienes resultan excluidos de dicho servicio cuando es utilizado por quienes sí tienen los recursos suficientes para costear abogados, tasas judiciales, etc.  Se produce entonces lo que en análisis económico se denomina “externalidad”: quienes reciben el servicio de justicia subsidiado, no pagan por él o pagan menos de su costo efectivo. Es necesario, por consiguiente, generar mecanismos que incentiven la “internalización” de sus costos por quien decide litigar.

3.    La racionalidad estratégica o la “teoría de juegos” como herramienta para analizar la mejor opción de resolución de conflictos
Otro aspecto de importancia para nuestro análisis es el también propuesto por Peña González, referido a la racionalidad “estratégica” de quienes se encuentran inmersos en un conflicto jurídico. Tendrá racionalidad estratégica aquel sujeto que toma decisiones sobre la base de sus expectativas del futuro, y también sus “expectativas sobre las expectativas de los demás”. Quiere ello significar que dicho sujeto no decide sobre la base exclusiva de su conveniencia y experiencia propias, sino que evalúa también la conducta de los demás y lo que espera de ellos. De ese modo, la decisión adoptada será, en términos ideales, la que mejor convenga no sólo a dicho sujeto, sino a los demás involucrados.
La racionalidad estratégica es estudiada por la llamada ”teoría de juegos”, que se perfila de mejor modo conforme al conocido “dilema del prisionero”: dos sujetos son detenidos e incomunicados, acusándoseles de un delito, y se les advierte por separado que serán liberados según uno denuncie al otro sin que éste lo haga, o  sufrirán cárcel por 3 años si ambos se denuncian mutuamente, o de 5 años si él no denuncia pero el otro le denuncia a él, o de un año si ninguno lo hace. Si ambos prisioneros tienen racionalidad estratégica, sin necesidad de comunicarse, optarán por hacer lo que signifique una pena menor para sí mismo, aunque finalmente ello beneficie al otro, es decir, no se denunciarán, para obtener una condena máxima de un año. Como anota Peña “el dilema del prisionero enseña que los actores, movidos por su propia racionalidad, tenderían a no cooperar entre sí y a defraudarse mutuamente”.

4.    Comunicación e interacción de las partes en conflicto: elementos que incentivan la mejor y más rápida solución
Peña González destaca que las prisioneros podrían haber llegado a una solución “cooperativa” (que beneficie  a ambos sin defraudar al otro) si les hubiese sido posible comunicarse, o si existiese un elevado grado de interacción entre ellos (por ejemplo, si fuesen familiares). Estos factores son útiles para el análisis porque permiten diferenciar los tipos de conflictos, y de proponer los mecanismos adecuados de solución para ellos. Así, para relaciones en las que la comunicación o la interacción son altos (por la convivencia y permanencia que supone una relación familiar o laboral, por ejemplo), los conflictos que dentro de dichas relaciones se produzcan se solucionarán de modo más rápido, a menor costo y con una satisfacción mayor para los involucrados a través de mecanismos en los que se les brinde la posibilidad de comunicarse e interactuar mejor, y definitivamente el despacho de un juez o la oficina de un abogado no son los mejores escenarios para ese propósito. En cambio, medios alternativos como el arbitraje o la mediación (en los cuales las partes se acercan de modo más directo al problema) resultan más adecuados para resolver el conflicto.

IV: EL ARBITRAJE COMO PARTE DE UNA POLÍTICA PÚBLICA DE JUSTICIA
A la luz de lo antes expuesto, Peña sostiene que una política pública de justicia aceptable en términos económicos, políticos y sociales debe guiarse por estas directrices:
1.    No siempre la baja litigiosidad equivale a una política de justicia adecuada. Por ejemplo, Chile tiene un bajo índice de litigiosidad que no se condice con la complejidad de su tejido social, ni con las diferencias económicas entre grandes sectores de la población producidas por el desarrollo económico chileno de los últimos años que -como se vio- necesariamente ha debido producir conflictos sociales y marginalidad. Probablemente este bajo índice se deba al costo de la litigación judicial, lo que conseja incentivar los mecanismos alternativos de solución de conflictos a fin de que éstos (que permanecen ocultos) puedan ser resueltos.
2.    Los mecanismos alternativos que deben ofrecerse deben ser variados, y su utilización dependerá del tipo de conflicto o del área del ordenamiento al que se pretende aplicar cada uno de ellos.
3.    En cuanto a la clase de ordenamiento jurídico en cuyo ámbito se sitúe el conflicto, deberá propenderse a la jurisdicción estatal para materias como el Derecho Público (Derecho Penal, Tributario, etc.), por estar involucrados derechos indisponibles; y diversificar la oferta de mecanismos alternativos para áreas en las que los derechos involucrados son disponibles, como el Derecho Civil patrimonial.

En cuanto al arbitraje, su utilidad como parte de una política pública de justicia reside en que permite la internalización de los costos de la litigación por quienes intervienen en ella. Los litigantes asumen por sí mismos, sin subsidio alguno, los gastos que demanda la solución del conflicto, eliminando (o por lo menos reduciendo) la actual situación en la que ciertos litigantes permanentes (generalmente empresas bancarias o financieras, o casas comerciales vinculadas al crédito de consumo) acceden al servicio de justicia a costos inferiores a los reales, gracias a los impuestos de las mayorías.
Según Peña González, si el arbitraje se impusiera con carácter obligatorio o forzoso para ciertos casos (especialmente los relacionados al mercado y a los aspectos patrimoniales), se facilitarían las “soluciones de mercado”, esto es, aquellas que benefician a ambas partes, y no aquellas “de suma cero”, o sea, en las que el beneficio asignado (por la justicia estatal) a una parte es correlativo al perjuicio de la otra.
El arbitraje, afirma nuestro autor, permite también que los litigantes elijan como su “juez” a quienes tengan la especialización y conocimientos suficientes del tema en conflicto, posibilidad inexistente en la justicia estatal, en la que no es infrecuente encontrar jueces que jamás han conocido de temas muy especializados (contratación internacional, mercado de valores, energía eléctrica, etc.)[14].
El arbitraje también permite desjudicializar los conflictos y descargar el Poder Judicial de aquellos casos cuya mejor solución pueden adoptarla las mismas partes a través de árbitros, posibilitando que el Poder Judicial incida sobre aquellos conflictos indisponibles, como los penales.

 V: CONDICIONES MÍNIMAS PARA AUTORIZAR EL USO DE LA FUERZA PÚBLICA POR LA JURISDICCIÓN ARBITRAL

Definidas las razones socioeconómicas, políticas y jurídicas por las cuales el arbitraje ha de ser considerado como verdadera jurisdicción, ha de retomarse el objetivo central del trabajo, cual es establecer algunas pautas para que los árbitros puedan hacer uso, por sí mismos, de la fuerza pública para hacer cumplir sus laudos.
Sobre ello, es de destacar que el derecho a la efectividad de las sentencias (y de los laudos, por tener éstos calidad de aquéllas y por ser emanados de sujetos en ejercicio de facultades jurisdiccionales), constituye un derecho fundamental, derivable de lo prescrito por el artículo 139.2 de la Constitución conforme al cual nadie puede retardar la ejecución de resoluciones que han pasado en autoridad de cosa juzgada.  Como afirma Chamorro “(d)e nada serviría haber tenido acceso a la jurisdicción, al proceso y a una resolución fundada en Derecho si luego ésta se quedara sin cumplir”[15].
Si el arbitraje constituye jurisdicción (no un “equivalente” a la misma), como el Tribunal Constitucional lo ha reconocido, debe serlo en todo sentido. De lo contrario o bien tendríamos una jurisdicción que no es tal (porque no puede hacer cumplir sus propias decisiones), o una jurisdicción “de menor rango”, pues carece de todas las atribuciones potestades que sí ostenta la jurisdicción judicial (especialmente la executio).
Experiencias en las que el Estado autorizó –por lo menos a la Administración Pública- a utilizar la fuerza pública para hacer cumplir sus decisiones no han sido extrañas en el Perú. Hasta hace poco tiempo estuvo vigente la Ley 6565 que regulaba el Registro Fiscal de Ventas a Plazos, cuyo artículo 4 autorizaba al Registrador Fiscal a solicitar directamente a la autoridad policial su concurso para incautar los bienes registrados con fines de remate.
La secular negativa a otorgar facultades de utilización del poder coercitivo a otras jurisdicciones obedece a razones que, a nuestro juicio, son de orden político y práctico. Político, porque  el Estado pretende conservar el monopolio de la fuerza pública a fin de aparecer como el único ente que “tutela” -incluso con el uso de la fuerza- a los ciudadanos, lo que resulta conveniente políticamente para quienes conducen el Estado. Práctico, porque una multiplicidad de árbitros que potencialmente pueden ejecutar sus propios laudos es sumamente difícil de controlar no sólo por el Estado, sino por la propia sociedad.
En cuanto a lo primero, ya se han señalado las razones por las que el arbitraje debe ser considerado jurisdicción completa o plena. La satisfacción de los derechos e intereses de los individuos que han obtenido un laudo favorable y los de la sociedad a la que interesa el cumplimiento de esos laudos no puede supeditarse o postergarse por criterios meramente políticos (esto es, del grupo gobernante) o estatales.
En lo tocante segundo, la instauración de mecanismos de control eficientes y de costos razonables constituiría una solución al problema.
En ese sentido, los mecanismos y límites del uso de la fuerza pública por los árbitros serían los siguientes:
1.    El uso de la fuerza pública se autorizaría sólo en aquellos casos que el vencedor no pueda, por medios alternativos igualmente eficaces y de similar costo, hacer realidad lo laudado. La utilización de dicha fuerza por la jurisdicción arbitral deberá sujetarse escrupulosamente a criterios de constitucionalidad, legalidad, razonabilidad y proporcionalidad.
2.    Sólo podrían hacer uso de la fuerza pública los árbitros o tribunales arbitrales pertenecientes a Centros de Arbitraje debidamente reconocidos por el Estado, que deberán inscribirse en un Registro creado para el efecto, y deberán otorgar garantías suficientes para responder por los daños que causen con motivo del uso de la fuerza pública, sin perjuicio de su responsabilidad penal y administrativa. Esto permite que bajo la misma lógica de internalización de costos que brinda el arbitraje los árbitros y las partes asuman todo costo derivado de la solución del conflicto.
3.    Se deben establecer de modo claro y expreso cuales serán las conductas sancionables penal y administrativamente. Sobre lo último, sería deseable que las sanciones administrativas prevean incluso la inhabilitación permanente para ejercer como árbitro y la cancelación de la autorización estatal del Centro de Arbitraje.
4.    Siempre en perspectiva de internalización de los costos del arbitraje, ha de establecerse la solidaridad entre el Centro de Arbitraje, los árbitros y la parte beneficiada por el laudo respecto de todo daño originado por el uso de la fuerza pública. Ello permitiría que el perjudicado (sea parte o tercero) tenga un abanico más amplio de posibilidades para obtener resarcimiento. Quedaría a voluntad del perjudicado reclamar la indemnización en la vía judicial o arbitral.
5.    El Centro de Arbitraje autorizado deberá, obligatoriamente y bajo sanción de nulidad de la actuación arbitral, hacer de conocimiento del Ministerio Público, con una anticipación razonable, toda decisión arbitral de utilizar la fuerza pública, acompañando la documentación pertinente y explicando las circunstancias y alcances de aquélla. Ello permitiría un control ex ante por parte del Estado acerca de la constitucionalidad, legalidad, razonabilidad y proporcionalidad de dicha decisión.
6.    El Ministerio Público puede, de constatar que la medida de fuerza adoptada por la jurisdicción arbitral no respeta los parámetros indicados, disponer su reformulación e incluso su suspensión, en cuyo caso bajo ningún motivo podrá llevarse a cabo la actuación arbitral con la fuerza pública. El Ministerio Público deberá, en el caso concreto, delimitar la forma en que los árbitros deberán utilizar la fuerza pública.

El Estado no asume responsabilidad alguna por los daños que los árbitros puedan causar en ejercicio de su potestad de utilizar la fuerza pública, salvo que una medida de fuerza inconstitucional manifiestamente ilegal, irrazonable o desproporcionada dispuesta por la jurisdicción arbitral no hubiera sido observada o suspendida por el Ministerio Público, en cuyo caso el Estado, el Ministerio Público, los efectivos policiales y el Fiscal cuya negligencia posibilitó la ejecución de dicha medida son solidariamente responsables con los árbitros que la dispusieron y con la parte beneficiada, sin perjuicio de la responsabilidad penal y administrativa que corresponda.





[1]           TRIBUNAL CONSTITUCIONAL DEL PERÚ. Sentencia recaída en el Exp. N.° 0023-2003-AI/TC. Caso Jurisdicción Militar. (Fundamento 13).
[2]           Mario REGGIARDO SAAVEDRA: Encuentros y desencuentros de la jurisdicción. Sobre el diseño constitucional de la solución de conflictos. En: IUS ET VERITAS, Revista de Derecho de los estudiantes de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Año X, N° 20, p. 243.
[3]           Bernardo CREMADES: El arbitraje en la doctrina constitucional española. En: LIMA ARBITRATION, Revista del Círculo Peruano de Arbitraje, N° 1, 2006, p. 187. Versión electrónica disponible en: http://www.limaarbitration.net/LimaArbitration3.pdf (última visita: 12.05.2007).
[4]           Antonio Ma. LORCA NAVARRETE: Naturaleza jurídica del arbitraje. En: REVISTA IBEROAMERICANA DE ARBITRAJE Y MEDIACIÓN, Versión electrónica disponible en: http://www.servilex.com.pe/arbitraje/colaboraciones/naturaleza_arbitraje.php (última visita: 11.05.2007).
[5]           Vgr.: Juan MONTERO AROCA, para el Derecho español (Derecho jurisdiccional, Valencia, Tirant lo Blanch, Tomo II, p. 874); y Eloy ESPINOSA-SALDAÑA B., para el Derecho nacional (Jurisdicción constitucional, impartición de justicia y debido proceso, Revista Jurídica del Perú, Año 51, N° 20, en: PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL PERÚ, Maestría en Derecho con mención en Política Jurisdiccional: Relación de Lecturas del curso Organización de la Jurisdicción).
[6]           Mario REGGIARDO SAAVEDRA: Encuentros y desencuentros de la jurisdicción. Sobre el diseño constitucional de la solución de conflictos. En: IUS ET VERITAS, Revista de Derecho de los estudiantes de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Año X, N° 20, p. 243.
[7]           Es pertinente la cita que de G. Carrió hace Alfredo BULLARD (“La enseñanza del Derecho: ¿cofradía o archicofradía?, artículo en versión electrónica disponible en  http://islandia.law.yale.edu/sela/bullards.pdf): “Al preguntarse por la naturaleza jurídica de una institución cualquiera –pienso- los juristas persiguen ese imposible: una justificación única para la solución de todos los casos que en forma clara, ya en forma precisa, caen bajo un determinado conjunto de reglas. Es decir, aspiran a hallar un último criterio de justificación que valga tanto para los casos típicos como para los que no lo son. Por supuesto que no hay tal cosa” (resaltado nuestro). Limitarse a la sola indagación de la naturaleza jurídica del arbitraje, a la luz de la multiplicidad de argumentos, tiene el nocivo efecto detectado por Carrió y reiterado por Bullard: la conclusión no satisfaría toda la problemática y las implicancias sociales y prácticas de la cuestión abordada.
[8]           En la ya citada sentencia recaída en el Expediente 6167-2005-PHC/TC.
[9]           Carlos PEÑA GONZALEZ: Notas sobre la justificación del uso de medios alternativos. Artículo disponible en versión electrónica en http://siteresources.worldbank.org/INTLAWJUSTINST/Resources/PenaAlternativeSystems.pdf (última visita 09.05.2007). También en: http://www.seguridadidl.org.pe/biblioteca1.htm (última visita 09.05.2007).
[10]         Esta sería la opción propuesta por la CERIAJUS, si nos atenemos a la redacción literal de su Conclusión 3 sobre la materia, al establecer que existe una “escasa cobertura de acceso a la justicia” (PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL PERÚ, Maestría en Derecho con mención en Política Jurisdiccional: Relación de Lecturas del curso Organización de la Jurisdicción). Pero una lectura más atenta de dicha conclusión permite vislumbrar que la CERIAJUS no postula un “acceso libre y general” a la jurisdicción del Poder Judicial, sino a “la justicia” en general, lo que bien puede involucrar sistemas alternativos como 6el arbitraje y otros.
[11]         Carlos PEÑA GONZALEZ: Modernización de la justicia. Artículo disponible en versión electrónica en http://siteresources.worldbank.org/INTLAWJUSTINST/Resources/PenaSummitSpanish.pdf (última visita 10.05.2007).
[12]         Carlos PEÑA GONZALEZ: Notas sobre la justificación del uso de medios alternativos. Sitios web ya citados en nota 8.
[13]         Es ineficiente porque la posibilidad de incrementar la calidad del servicio de justicia a un menor costo pone de manifiesto que ese “ahorro” constituye un bien que no ha estado empleándose en su mejor uso alternativo. En países en vías de desarrollo como el Perú, con altos índices de pobreza y de carencias de servicios públicos, dicha situación de “despilfarro”es –sencillamente- socialmente inaceptable.
[14]         Alfredo BULLARD, analizando la enseñanza tradicional del Derecho, especialmente en los países latinoamericanos, afirma que “… al momento de graduarse el alumno desciende a un pantano para el que no se encuentra preparado. Ese fenómeno se ha agudizado cuando asumimos que el conceptualismo ha ido aislando aún más lo que se recibe en las aulas de la realidad (es decir del “pantano”), simplemente por que la realidad ha cambiado y la enseñanza del Derecho no lo ha hecho al mismo nivel.”. En: “La enseñanza del Derecho: ¿cofradía o archicofradía?, artículo en versión electrónica disponible en  http://islandia.law.yale.edu/sela/bullards.pdf)
[15]         Francisco CHAMORRO BERNAL: La tutela judicial efectiva, Barcelona, Bosch, 1994, p. 303.

20 abril 2012

LA NATURALEZA JURIDICA DE LA DECLARACION DE FABRICA


Rolando Augusto Acosta Sánchez
                                                            Vocal del Tribunal Registral




I.          LA CALIFICACION REGISTRAL Y EL EXAMEN DE LAS FORMALIDADES DOCUMENTALES
El artículo 2010° del Código Civil (CC) exige que la inscripción se practique en mérito a título que conste en instrumento público (salvo disposición en contrario), exigencia conocida como principio de titulación auténtica o de instrumentación pública. El artículo 7° del Texto Único Ordenado (TUO) del Reglamento General de los Registros Públicos (RGRP) define al título como el documento o documentos en que se fundamenta inmediata y directamente el derecho o acto inscribible (es decir, que contenga la causa de tal derecho o acto) y que, por sí solos, acrediten fehaciente e indubitablemente su existencia (esto es, que brinde certeza sobre la existencia de aquellos).
Las mencionadas características de un título para efectos registrales las proporciona el instrumento público, es decir, el autorizado por notario o por funcionario público en ejercicio de sus funciones (incluidos los magistrados del Poder Judicial), como lo establecen los artículos 23° del Decreto Ley N 26002 – Ley del Notariado y 235° del Código Procesal Civil (CPC), por las especiales características de matricidad y observancia rigurosa de las normas que rigen su producción. El documento de origen judicial es, entonces, auténtico o público, pues produce certeza, por sí mismo, acerca de la existencia y validez de la decisión judicial.
Los incisos c) y d) del artículo 32° del TUO del RGRP disponen que la calificación registral comprende el examen de la formalidad del título y la comprobación de que los documentos que conforman el título se ajustan a las disposiciones legales sobre la materia y cumplen los requisitos establecidos en dichas normas. El examen de la formalidad documental y de la observancia del ordenamiento legal en la confección del documento no constituye un fin en sí mismo, sino que busca generar certeza en el Registrador en el sentido que el documento (y el acto o derecho en él contenido) es válido y auténtico. De esto se desprende que no todo defecto, infracción o incumplimiento de las formas legalmente determinadas configura un supuesto de denegación de inscripción, pues no puede llevarse el respeto a las mismas a un paroxismo tal que el mínimo error u omisión acarree la ineficacia del título como documento inscribible.

II.                     LA NATURALEZA JURIDICA DE LA DECLARACION DE FABRICA
Ha sido reiterada la jurisprudencia de cierto sector del Tribunal Registral según la cual la declaración de fábrica es un acto dispositivo. Entendemos que esta posición resulta jurídicamente insubsistente, debiendo asumirse que dicho acto constituye realmente un acto de administración o, con mayor precisión, una simple declaración de ciencia.
II.1.   La insostenibilidad de la declaración de fábrica como acto dispositivo o modificador de la sustancia del predio
Conforme a los artículos 27° de la Ley y 2°.3 de su Reglamento, la declaratoria de fábrica es el reconocimiento legal de la existencia de una edificación. Evidentemente, la construcción pre-existe a dicha declaración, ya tiene entidad física, y sólo resta seguir los procedimientos legalmente establecidos para conocer su “identidad, naturaleza y circunstancias”[1], es decir, para hacer constar en el Registro cuáles son las características físicas de dicha edificación, y si ésta ha sido levantada observando la legislación sobre la materia. Lo señalado es de suma trascendencia para nuestro análisis, porque nos lleva a una conclusión inevitable: aunque la declaración de fábrica (es decir, su reconocimiento legal) no se haya efectuado, la construcción ya existe, y el hecho de que el Registro u otra entidad administrativa no contenga ninguna información sobre ella, en nada obsta para que ese bien tenga relevancia jurídica y económica, y pueda ser objeto de actos jurídicos. Bajo esta perspectiva, es indiscutible que al efectuar la declaración de fábrica no se “modifica sustancialmente la composición del predio”, pues esta “modificación sustancial” ocurrió con motivo de la construcción.
En efecto, diversas normas jurídicas asumen implícitamente dicho criterio. Así, el artículo 96° del Reglamento de las Inscripciones del Registro de Predios establece que es inscribible la venta de un predio en mérito a un título en que se haya consignado que también es objeto de la transferencia la edificación no inscrita. Igualmente, el artículo 6°.1 de la Ley dispone que el inicio del proceso de regularización de edificaciones se acuerda por mayoría simple de todos los propietarios de departamentos (que pertenecen, obviamente, a un edificio ya construido que carece de declaración de fábrica y de reglamento interno). Por último, la existencia de una edificación no puede ser negada ni siquiera en los casos en que ésta se haya levantado con infracción a los parámetros urbanísticos y edificatorios, situación que sólo da lugar a extender cargas técnicas en la partida del predio edificado. Así, legalmente, el reconocimiento o ejercicio del derecho de propiedad sobre una edificación no está supeditado a que se declare la fábrica correspondiente.
De esa forma, cuando el propietario del predio realiza la declaración de fábrica no “dispone” de derecho alguno, y su patrimonio no sufre menoscabo, pues cualquier egreso de recursos de su patrimonio ocurrió en un momento muy anterior, cual fue el de adquirir los bienes y pagar los servicios necesarios para levantar la edificación. A la luz de estas ideas, es absolutamente insostenible que la declaración de fábrica constituya un “acto dispositivo”.
Existen dos razones adicionales. La primera, porque en la inmensa mayoría de casos de regularización de edificaciones, la declaración del propietario se limita a prestar su consentimiento formal para que el Registro proceda a reflejar la edificación levantada, sin mencionar nada acerca de quién o cómo se efectuó la construcción. Ello es más evidente en los casos en que se declara una construcción levantada por el anterior propietario, es decir, antes de que el nuevo propietario declarante hubiera adquirido el dominio del predio. La segunda razón estriba en que, por efecto de las reglas sobre bienes integrantes y accesión contenidas en los artículos 887° y 938° del CC, los materiales de construcción que adhieran materialmente al suelo siguen la condición jurídica de éste y, en consecuencia, la propiedad de la edificación le corresponde al propietario del suelo, sin interesar si los materiales o los servicios fueron costeados con recursos ajenos o del propietario del suelo. Visto así el asunto, podría afirmarse sin más que cualquier persona distinta al propietario podría realizar la declaración de fábrica, pues dicho acto siempre aprovechará al propietario del suelo. Sin embargo, el artículo 27° de la Ley legitima únicamente al propietario para instar el reconocimiento de la edificación.
Esa legitimación no es arbitraria, sino que guarda coherencia con lo dispuesto por el artículo 889° del CC, en cuanto establece la regla según la cual los bienes integrantes (en nuestro caso los materiales de construcción o la edificación) siguen la suerte del bien al que se han unido (el suelo), la ley o el contrato pueden autorizar su diferenciación o separación. Considerando que una edificación es susceptible –legalmente- de separarla en secciones (departamentos, casas en copropiedad, tiendas, oficinas, etc.), y que la propiedad del suelo es diferenciable del dominio de la edificación cuando media un derecho real de superficie, es evidente que se trata de bienes separables del suelo, y por ende las partes diferenciadas pueden ser objeto de derechos pertenecientes a distintos titulares. Por ello, permitir que cualquier persona distinta al dueño del suelo declare la fábrica levantada sobre éste daría lugar a potenciales conflictos, al no poder establecerse con certeza si dicha declaración se efectúa en interés del propietario del suelo, o para proteger el interés propio que el declarante tiene sobre la edificación. Para conjurar este peligro (y no porque se trate de un acto dispositivo que sólo pueda ser otorgado por su titular), la Ley ha optado por autorizar que el reconocimiento legal de la existencia de una edificación sólo pueda ser realizado por el propietario del suelo.

II.2. La declaración de fábrica como acto de administración
Si la declaración de fábrica no es un acto dispositivo, entonces se trataría de un acto de administración, tal como lo reconoce en nuestro país Gonzáles Barrón[2] y en la doctrina comparada Lacruz Berdejo y Sancho Rebullida[3]. En los supuestos de edificaciones que forman parte de una comunidad de bienes (cuyas modalidades en nuestro ordenamiento son la copropiedad y la sociedad de gananciales), la calificación de mero acto de administración lleva a sostener que la declaración de fábrica pueda ser realizada por la mayoría de copropietarios en el caso de un predio sujeto a copropiedad, y por cualquiera de los cónyuges tratándose de un bien conyugal, en aplicación del artículo 971° inciso 2) del CC. Debe precisarse que si bien el artículo 313° del Código Civil establece que la administración del patrimonio conyugal corresponde a ambos cónyuges, esta norma ha de entenderse referida a los actos de trascendencia para los intereses de los cónyuges, y no para todos y cada uno de las actuaciones, pues esto último tornaría superlativamente engorrosa la adopción de decisiones. Considerando que, como hemos sostenido (y como lo reconoce la doctrina, según veremos en las citas subsiguientes), el acto de declaración de fábrica realizado por un solo cónyuge en nada incide sobre el patrimonio conyugal ni sobre la condición de social que tiene el predio construido, esta Sala estima que no corresponde aplicar el citado artículo 313°, sino el inciso 2) del artículo 979° del Código Civil.
Sobre esta cuestión Roca Sastre y Roca Sastre Muncunill sostienen que ”a los efectos del Registro de la propiedad, dado que la inscripción de la obra nueva es un beneficio, ello requiera trato favorable, pues lo demás son relaciones internas entre los condueños y problemas indemnizatorios o de otra índole, extraños al Registro. Por eso, es sostenible que en éste se ha de proceder a inscribir la obra nueva solicitada por uno o varios condueños[4]. Gonzáles Barrón señala, con referencia al régimen español y con cita de Peña Bernaldo de Quirós, que:
“… sería procedente el acuerdo de la mayoría en caso de la copropiedad; siendo que respecto de un edificio construido sobre una finca a nombre de ambos esposos, con carácter ganancial, se permite que la declaración pueda ser hecha por uno sólo de los cónyuges, puesto que la obra es una circunstancia de hecho que no implica alteración alguna en el régimen del inmueble ganancial. No veo porque en el Perú no se pueda aplicar idéntico criterio[5]
II.3. La declaración de fábrica como simple declaración de ciencia
De otro lado, posturas más actuales reclaman que la declaración de fábrica no constituye realmente un negocio o acto jurídico (y por ende no puede predicarse que se trata siquiera de un acto de administración). Dicha tesis propugna que la declaración de fábrica no es sino una  declaración de certeza o de reconocimiento de un hecho (la existencia de la edificación), declaraciones que en doctrina se denominan declaraciones de ciencia. Messineo[6] ha señalado que se trata de
“manifestaciones de un propio conocimiento, o convicción, y opinión, en orden a una determinada situación; o (…) admisiones de un determinado hecho (y son actos intelectivos, no de voluntad). De ellos son ejemplo (…) la apreciación del consultor técnico (…).
     El “consultor técnico” puede ser cualquier profesional, como un ingeniero o arquitecto. Ahora, precisamente porque con la declaración de ciencia no se busca ni se puede entablar una relación jurídica, pues simplemente se reconoce un hecho o exterioriza un conocimiento sobre una realidad, es que Galgano[7] sostiene que
“El efecto de las declaraciones de ciencia no es, como para las declaraciones de voluntad, constituir o modificar o extinguir relaciones jurídicas …”.
     Ahora, la declaración de ciencia puede ser inexacta o errónea, debido a una indebida apreciación de la realidad por quien la formula. Así, el médico puede errar en el diagnóstico, o el ingeniero en la constatación o medición de las lindes y cabida del precio. Eso no convierte a la declaración en nula ni puede convertirla. Simplemente, hay un error en la declaración, y esta es la única causa por la que puede perder eficacia la declaración de ciencia. Messineo[8] señala que
“(la declaración de ciencia) es impugnable solamente por error”.
            Así las cosas, resultaría que los planos y memoria descriptiva suscritos por el ingeniero o arquitecto que constata la existencia de la edificación (quien “declara la fábrica”) no son ni contienen un acto jurídico. Simplemente constituyen una declaración de ciencia, ya que buscan reflejar el conocimiento de dicho profesional sobre la realidad física del predio (sobre sus medidas, linderos y área). Por tanto, no podrían ser objeto de declaración de nulidad alguna, ya que la edificación declarada no es ni nula ni anulable: se trata de un objeto, no de una conducta humana.



[1]           La primera acepción (y la más adecuada al caso) del verbo reconocer proporcionada por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua es: “Examinar con cuidado algo o a alguien para enterarse de su identidad, naturaleza y circunstancias”.

[2]           Gunther H. GONZALES BARRON: Tratado de Derecho Inmobiliario Registral, Lima, 2002, Jurista Editores, p. 514.
[3]           Los citados autores sostienen que la declaración de fábrica que se limita a narrar la descripción física de una edificación no tiene carácter de acto jurídico, por lo tanto no quita ni atribuye derechos, y es en realidad una reseña de datos de mero contenido descriptivo o inmatriculatorio, pues las modificaciones o adiciones en los derechos se producen al amparo de las reglas de la accesión (José L. LACRUZ BERDEJO y Fco. de Asís SANCHO REBULLIDA: Elementos de Derecho Civil, Barcelona, José Ma. Bosch Editor S.A,., 1984 (Reimpresión de 1991), 2da. ed., Tomo III bis (Derecho Inmobiliario Registral), p. 79).
[4]           Ramón M. ROCA SASTRE y Luis ROCA SASTRE MUNCUNILL: Derecho Hipotecario, Barcelona, Bosch, 1997, 8va. ed., Tomo V, p. 25.
[5]           Op, cit., p. 514.
[6]           Francesco MESSINEO: Manual de Derecho Civil y Comercial. Buenos Aires. 1954. EJEA. Tomo II. P. 335.
[7]           Francesco GALGANO: El negocio jurídico. Valencia. 1992. Tirant lo Blanch. P. 25.
[8]           Francesco MESSINEO: op. cit. Tomo II. P. 335.