Democracia[1] y Derechos Humanos son dos dimensiones relacionadas entre si de muy diversas formas. Pueden ser vistas como complementarias, pero también como realidades en fuerte tensión y hasta contradicción.
En cuanto realidades complementarias, puede plantearse, aunque no sin discusión, que sólo procesos democráticos de decisión pueden legitimar políticamente estos derechos. Por tanto tales derechos, o al menos su vigencia, surgirían de la deliberación y el consenso de los afectados e interesados.[2] Pero a su vez, los derechos también pueden ser vistos como condiciones indispensables para el ejercicio democrático. Así, libertades como las de pensamiento, expresión, reunión o asociación serían requisitos ineludibles no sólo para que pueda existir democracia sino para que ésta a su vez cree condiciones de justicia social.[3]
En cuanto realidades en tensión, los derechos humanos pueden ser vistos como límites a la democracia, especialmente si ésta última se entiende como voluntad política de la mayoría. Los derechos humanos, al expresar valores fundamentales quedarían sustraídos de las esferas tanto del mercado como del poder, integrando una zona de lo que no se discute.[4] Los derechos humanos, en tal sentido erigirían, frente a estas mayorías coyunturales, vallas en principio infranqueables de defensa de las minorías y de los individuos frente a la mayoría. Estos derechos vienen a constituir lo que Ferrajoli ha llamado una democracia sustancial, esto es un sistema en el cual los principios formales de la democracia política sobre quién y cómo se decide, es decir el principio de soberanía popular y la regla de mayoría, quedan subordinados a principios sustanciales expresados en los derechos constitucionales, es decir subordinados a lo que no es lícito decidir y a lo que no es lícito no decidir.[5]
¿Son entonces los derechos y la democracia complementarios o contradictorios? En este ensayo se plantea que la respuesta a este interrogante depende en primer lugar de la forma como entendamos derechos humanos y como entendamos democracia. Así, por ejemplo, se argumenta que las formas plebiscitarias y populistas de democracia pueden efectivamente ser contrarias a los derechos humanos. Así mismo, las concepciones individualistas y neoliberales sobre los derechos humanos, al no considerar a estos como resultados de la interacción social sino simples límites naturales frente a la comunidad, son contrarias a la participación y deliberación democrática de los ciudadanos.
Sin embargo, derechos humanos y democracia operan de forma complementaria cuando ambos se entienden como procesos sociales cruzados por relaciones de poder que pueden y deben transformarse continuamente en búsqueda de mayor igualdad. Bajo tal concepción estos derechos son a la vez condición, cauce y resultado de la participación democrática, puesto que mediante esta participación los ciudadanos definen, legitiman, ejercen y exigen tales derechos.
Un área clave en que se vuelve visible esta confluencia positiva entre derechos humanos y democracia, y a la que aquí nos aproximamos, es el de la participación ciudadana y las políticas sociales. Actualmente múltiples teorías y prácticas de desarrollo han adoptado como componente estructural tanto el enfoque de derechos, especialmente de derechos sociales, como el de la participación ciudadana. Sin embargo, como veremos, no es cualquier enfoque de derechos ni cualquier visión de la participación las que pueden coexistir y enriquecerse mutuamente. El planteamiento central del artículo es el de que una concepción efectivamente democrática de los derechos humanos, la participación y las políticas sociales destaca sus complementariedades sobre sus tensiones.
En una primera parte el ensayo sintetiza algunas de las dificultades que desde la teoría democrática y el constitucionalismo se han destacado en las relaciones entre derechos humanos y democracia. Una segunda parte aborda las complementariedades, con especial atención al caso de la participación y las políticas sociales, así como de la movilización política y judicial. Finalmente, a modo de estudio de caso, se formulan algunas observaciones sobre la seguridad y soberanía alimentaria y el consentimiento previo en el Ecuador.
Las tensiones
Tanto del lado de la teoría democrática como del constitucionalismo se ha destacado que entre democracia y derechos humanos hay tensiones e incluso oposiciones.[6] Desde el constitucionalismo Luigi Ferrajoli, por ejemplo, ha llegado a plantear que estos derechos delimitan el campo de lo que no debe discutirse,[7] un campo por tanto sustraído a la deliberación y voluntad expresadas por mayorías políticas coyunturales. Para Ferrajoli, la democracia misma requeriría que los derechos humanos funcionen como sus límites a efectos de evitar que aquella degenere en lo que llama una democracia plebiscitaria, una tiranía de la mayoría que terminaría por erosionar los derechos que sirven de base a la propia democracia.
A la democracia plebiscitaria Ferrajoli ha opuesto lo que ha denominado democracia constitucional, un sistema jurídico-político en que la voluntad de la mayoría se halla canalizada y limitada por derechos humanos y por tanto universales, indisponibles e imprescriptibles, establecidos en el Derecho Internacional y en una Constitución relativamente rígida, esto es, que no se puede reformar sino por un procedimiento o mayoría especial. Puesto que las leyes y las políticas públicas son o pueden ser expresiones de mayorías políticas, estas leyes y políticas no pueden violar los derechos humanos y por tanto también se hallan sometidas a la Constitución. En este marco son fundamentalmente los jueces, y en última instancia la Corte Constitucional, los que imponiendo el Derecho tanto al poder estatal como al mercado deben resguardar esta supremacía de los derechos y en general de la Constitución. De esta forma, sostiene Ferrajoli, los derechos están o deben estar excluidos tanto de los avatares de la política como del mercado.
Esta idea de excluir a los derechos de la discusión ciudadana no es vista con buenos ojos por muchos demócratas. Así, Roberto Gargarella ha reiterado sus dudas respecto a lo que el ve como mitos del constitucionalismo, tales como la idea de que la Constitución y los derechos que ella consagra, sean realmente expresión de un pacto primigenio, un consenso axiológico excepcional o un contrato que se convalida tácitamente a lo largo de varias generaciones.[8] Por el contrario, plantea Gargarella, las constituciones históricamente han sido con frecuencia instrumentos de imposición, de exclusión y dominación de ciertas minorías sobre las mayorías.[9] Siendo así, una verdadera democracia implica que las nuevas generaciones y los ciudadanos en general puedan discutir, definir y exigir constantemente sus derechos, en una suerte de constituyente permanente.
Desde esta crítica democrática instituciones como una Corte Constitucional o la rigidez de la Constitución tienden a limitar negativamente el activo influjo que los ciudadanos deben tener en la definición y exigencia de sus derechos. Desde esta visión una Corte Constitucional y los jueces constituirían una elite desprovista de legitimidad democrática para reemplazar a los ciudadanos en la toma de decisiones que les corresponde. En cuanto a la rigidez de la Constitución, ella implica una suerte de condena a las nuevas generaciones para que vivan conforme a lo decidido por las anteriores, en ocasiones décadas o siglos antes. Este debate tiene consecuencias prácticas de orden social, político e institucional.
En lo social y político, un énfasis absoluto sobre la supuesta voluntad de la mayoría y una relativización radical de los derechos de minorías e individuos o de los derechos en general, podría generar el riesgo planteado por Ferrajoli, esto es el surgimiento de una democracia plebiscitaria. En efecto, no toda participación es democrática puesto que ésta puede reproducir las estructuras y relaciones de dominación que se pretenden cambiar, inhibiendo la condición de sujetos de quienes participan y convirtiéndolos más bien en objetos de control social y político.
Nuria Cunill[10] ha sumarizado y analizado múltiples casos, en América Latina y en otras partes del mundo, en que las expresiones supuestamente mayoritarias o participativas han servido no para transformar relaciones de poder y redistribuir recursos más igualitariamente sino para legitimar el status quo e incluso facilitar reformas conservadoras. De hecho, durante los años noventa las reformas constitucionales que en América Latina introducen mecanismos de participación directa como la iniciativa legislativa popular, el referéndum, el plebiscito y múltiples mecanismos de democracia participativa, coinciden con los procesos de reducción del Estado y transferencia de sus recursos y competencias al sector privado. Y es que en muchas ocasiones la participación ciudadana ha sido reducida a un mecanismo puramente funcional a las necesidades de información y gestión de la burocracia o a las necesidades de control corporatista de gobiernos populistas y autoritarios, e incluso de dictaduras.[11]
El precisar en qué condiciones la participación es realmente democrática y conducente a la efectivización de derechos humanos tiene especial importancia hoy en América Latina. Varios de los gobiernos que se presentan como progresistas en la región vienen organizando consejos ciudadanos de diversa índole. Es necesario estudiar críticamente estas experiencias a efectos de determinar de qué forma transforman o reproducen relaciones de poder y redistribuyen recursos. Una condición clave a tomar en cuenta es la evaluación de cómo estas formas de organización popular se relacionan con el Estado, y específicamente con el gobierno de turno. Sin derechos habilitantes las experiencias participativas degeneran en mecanismos de control político con efectos excluyentes y autoritarios, es decir con efectos contrarios a lo que implica el fortalecimiento de la democracia.
En el aspecto institucional, la forma como se conciba la relación entre derechos y democracia puede ser decisiva para responder preguntas como las siguientes: ¿deben establecerse procedimientos fáciles para la reforma de la Constitución y de los derechos? ¿No es esto lo más democrático? ¿O es un riesgo para la propia democracia? ¿Deben o pueden los ciudadanos definir constantemente sus derechos? ¿Y si este referéndum permanente es posible, los derechos salen fortalecidos o debilitados?
Para responder preguntas como estas es necesario en realidad diluir primero una falsa dicotomía: la alternativa entre mantener los derechos estáticos o cambiarlos permanentemente. En la práctica social los derechos se configuran mediante la deliberación que se ubica entre estas dos polaridades puesto que mantienen un contenido básico o mínimo pero al mismo tiempo son objeto de constante desarrollo y regulación en sus significados, alcances y formas de aplicación, mediante la labor de legisladores, jueces, gestores de políticas públicas y por supuesto múltiples fuerzas sociales y políticas. Es esta estructura dual de los derechos en cuanto a ser punto de partida y horizonte lo que permite que ellos encuadren y al tiempo habiliten las dinámicas democráticas.
Las complementariedades
En realidad, entre derechos humanos y democracia hay más complementariedades que contradicciones. Pero estas complementariedades se evidencian una vez que precisamos un sentido democrático radical tanto en la noción de derechos como en la de democracia.
La primera y más obvia relación está dada por el hecho de que la democracia, aun concebida limitadamente como procedimiento de elección de autoridades y políticas públicas, no es posible sin el ejercicio efectivo de los derechos políticos. El sufragio mismo es un derecho humano y éste se halla estructuralmente vinculado a otros derechos como las libertades de reunión, asociación, de opinión, de información.
Aunque en teoría el elector puede ser visto como un agente aislado que racionalmente escoge entre diversos candidatos,[12] en la práctica política el proceso electoral implica múltiples procesos sociales de intercambio de información, campañas, debates, movilizaciones y tomas de posición de los diversos grupos organizados de la sociedad, todos estos son procesos sociales que implican el ejercicio de derechos políticos. Por otro lado, la propia ampliación del derecho de sufragio y de otros derechos políticos ha sido con frecuencia resultado de presiones democráticas por parte de sectores excluidos como por ejemplo los no propietarios, las mujeres y grupos étnicos.
Por otra parte, los derechos deben cumplir también una suerte de función endógena respecto a la participación. Es decir deberían asegurar condiciones habilitantes de la deliberación, condiciones por las cuales no se reproduzcan discriminaciones de género, étnicas, generacionales, económicas al interior de la comunidad participante; y que por otro lado se reconozcan las diferencias relevantes para lograr una deliberación adecuada y una igualdad real.[13] Esta habilitación de condiciones deliberativas es necesaria puesto que las diferencias y relaciones de poder asimétricas a nivel social tienden a reproducirse al interior de estas comunidades. En síntesis, los derechos políticos son claramente condiciones mínimas de la democracia, y a la vez son resultado de ella.
La oposición absoluta de democracia y constitucionalismo, supone que la discusión democrática para ser tal debe ser libérrima, no debe sujetarse a presupuestos, condiciones ni límites fijados por derechos preestablecidos. Subyace a esta concepción la visión de democracia exclusivamente como procedimiento, desembarazada de cualquier definición sustancial o valor permanente, puesto que todo estaría sujeto a una libre discusión. Sin embargo, como lo han admitido varios teóricos democráticos,[14] la democracia, sea electoral o participativa, se levanta justamente sobre al menos un derecho como es el de igualdad, entendida como el respeto efectivo a la autonomía y derecho de toda persona a participar en la definición de las normas y políticas que inciden en su vida.[15] Por tanto, como se expuso, los derechos actúan a la vez como condición, límite y resultado del proceso democrático.
Otro ejemplo de los derechos humanos como antecedente y resultado del proceso democrático está dado por los procesos constituyentes. Para integrar una constituyente realmente democrática es necesario respetar los derechos ciudadanos a elegir, a ser elegido, a expresarse, a organizarse, etc. La Constituyente incluso si se declara de plenos poderes no puede ni debe convertirse en una fuente de violación de los derechos humanos puesto que consiste justamente en un proceso político y social para declarar y desarrollar tales derechos, que por cierto son la parte esencial de cualquier constitución democrática. Y al mismo tiempo, las constituyentes mediante una nueva Constitución re-positivizan estos derechos en el sistema jurídico y político nacional, los perfilan y regulan en sus líneas básicas. En definitiva, este proceso democrático funciona sobre la base de estos derechos y uno de sus resultados claves es la expresión de los mismos.
Políticas públicas y derechos humanos
Otro campo en el cual es notoria la complementariedad entre derechos humanos y democracia es el de las relaciones entre participación y políticas públicas. Actualmente tanto algunas teorías sobre el desarrollo[16] como las prácticas de varios organismos internacionales[17] vienen adoptando el enfoque de derechos humanos en la concepción y ejecución de políticas sociales. Este es un giro importante porque implica un cuestionamiento a la separación entre políticas públicas y derechos humanos. Este nuevo enfoque genera una comunicación mutuamente enriquecedora de los ámbitos de los hechos y de las normas, proveyendo a las políticas de sentidos y parámetros normativos, y otorgando a las normas una mayor capacidad de incidencia sobre la realidad social.
En efecto, los derechos humanos y en especial los derechos sociales pueden y deben ser criterios consistentes de diseño, ejecución y evaluación de las políticas públicas, y en especial de las políticas sociales. Víctor Abramovich[18] ha planteado que si bien los derechos humanos por si mismos no pueden definir un modelo de desarrollo ellos sí pueden constituir marcos conceptuales para orientar las políticas sociales, y en general las políticas de desarrollo. También ha destacado que el enfoque de derechos concibe a los ciudadanos no como beneficiarios de programas discrecionales de asistencia social sino como titulares con poder propio para exigir política y judicialmente que se desarrollen políticas que no sólo respeten sus derechos mediante la omisión de ciertas conductas sino que participen en el diseño de las medidas positivas a que está obligado el Estado para efectivizar estos derechos.
Si los derechos humanos pueden ser marcos conceptuales de políticas públicas, estos marcos conceptuales no son solo necesarios y útiles para el Estado. Como lo muestran varias experiencias en América Latina, son las organizaciones y movimientos sociales los que participan en la definición misma de los derechos y los que pueden exigir que tales políticas sirvan a los derechos.
Primer ejemplo: La seguridad y soberanía alimentaria
En experiencias relativamente recientes, demandas como las de soberanía alimentaria y derecho al agua por parte de campesinos e indígenas del continente, ciertamente proveen elementos para enriquecer los derechos y políticas sobre alimentación. Al respecto es ilustrativa la siguiente información:
El concepto de soberanía alimentaria es una ampliación de los principios de seguridad alimentaria que nace de los movimientos campesinos e indígenas centroamericanos que cuestionan los programas de ayuda alimentaria promovidos por la cooperación bilateral y multilateral. De acuerdo con este nuevo enfoque, el tema del hambre y la desnutrición ya no pueden ser abordados desde una perspectiva asistencialista sino, más bien, desde la participación activa de los diferentes tipos de actores sociales e institucionales a través de los siguientes componentes: la valorización y desarrollo de las pequeñas unidades de producción campesinas e indígenas, la generación de empleo e ingresos, la reorientación de los programas de alimentación escolar, la elaboración y ejecución de políticas públicas, y el control social para el fortalecimiento de las capacidades locales y nacionales mediante la educación y la gestión de conocimientos.[19]
Como se aprecia en este caso, los campesinos e indígenas han contribuido a renovar el derecho a la alimentación. En este proceso han tomado como base, desarrollado y a su vez cuestionado el concepto de seguridad alimentaria, por el cual se entiende “el acceso por todas las personas en todo momento a los alimentos necesarios para una vida sana y activa.”[20] En el caso ecuatoriano han sido organizaciones como la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), la Confederación Nacional de Organizaciones Campesinas, Indígenas y Negras (FENOCIN) y otras organizaciones indígenas y campesinas las que han insistido en la noción de soberanía alimentaria y en las limitaciones actuales de la regulación legal del derecho a la alimentación establecida en la Ley de Seguridad Alimentaria y Nutricional expedida en Abril del 2006 y vigente hasta el día de hoy. En el actual proceso constituyente las mencionadas organizaciones han tenido un papel clave en la introducción del concepto en las propuestas de textos constitucionales.
En efecto cuando la participación funciona como una real reconfiguración de relaciones de poder puede ser el medio político adecuado para asegurar esta conexión entre derechos y políticas. Es mediante la participación que los ciudadanos se convierten en titulares, promotores y defensores activos de sus derechos. Reconociendo la importancia de la participación ciudadana para el real ejercicio de los derechos humanos, ciertos sectores de la doctrina constitucional hablan hoy de garantías sociales de los derechos,[21] puesto que estos derechos no se garantizan solo mediante ciertos procedimientos judiciales como el amparo o mediante normas parlamentarias como la rigidez de la Constitución sino que es la participación directa e indirecta de los ciudadanos la que también resulta decisiva para efectivizarlos.
En tanto derecho en si mismo y como garantía de los demás derechos humanos, la participación realmente democrática puede ayudar a evitar que las políticas sociales degeneren en asistencialismo o en una pluralidad de programas sociales temporales e inconexos.[22] La expresión de las necesidades de los ciudadanos en forma de derechos no es un mero cambio semántico, una simple traducción, sino que debería implicar la inscripción de estas demandas ciudadanas en una lógica específica de redistribución de recursos y de poder en términos reales de igualdad.[23] Así, por ejemplo, los principios de universalidad e igualdad de los derechos sociales son estructuralmente contrarios a las prácticas clientelares, cuya discrecionalidad no sólo que es incompatible sino que constituye una violación misma a la igualdad en el derecho; el principio de complementariedad de los derechos impone una visión integral de las políticas sociales, como por ejemplo en el caso de la salud, que no puede ser vista como aislada de derechos y políticas relativas al trabajo, la educación, la vivienda o el medio ambiente. Mientras que principios como los de progresividad y no regresividad constituyen parámetros obligatorios de inversión y priorización en el gasto público y en las políticas fiscales. Cuando las políticas son contrarias a estos derechos y principios, la participación y movilización ciudadana pueden recurrir a toda la legitimidad simbólica que los derechos y sus principios proveen; pueden además apelar a los procedimientos e instituciones estatales diseñados para actuar frente a su violación, incluyendo las acciones judiciales.
Esta complementariedad entre derechos sociales y políticas públicas canalizada mediante la participación ciudadana no significa que derechos y políticas sean idénticos, que se asimilen mutuamente dando lugar a su indiferenciación. Las políticas son los diversos medios, estrategias y técnicas entre los cuales se puede escoger para concretar los derechos. En otras palabras, los derechos son los fines de las políticas, y por tanto los condicionan en esta importante medida sin eliminar las diversas alternativas políticas para su consecución.
A nivel constitucional los derechos tienden a formularse predominantemente como principios, es decir como directrices genéricas y abstractas, lo cual provee un apreciable margen de interpretación que hace posible el ulterior desarrollo legislativo y político de estos mismos derechos. Es en la legislación y en las políticas públicas que estos derechos se concretan en reglas, esto es en normas específicas que detallan titulares, conductas y sanciones, excluyendo aquellas regulaciones claramente contrarias a los fines y valores que los derechos a nivel constitucional han establecido.
Segundo ejemplo: La consulta y el consentimiento previo
La actual discusión constituyente sobre consulta y consentimiento previo constituye un caso ilustrativo de la vinculación entre participación, derechos sociales y políticas públicas. La idea de que los pueblos indígenas interesados y afectados por proyectos de desarrollo deben ser consultados pero que la decisión corresponde al gobierno, y que por tanto no es correcto hacer referencia al consentimiento previo de estos pueblos, revela que la participación, como lo ha indicado Cunill, puede ser consultiva o resolutiva. Mientras que la primera se orienta a proveer de información, legitimación y eficiencia al gobierno, la segunda busca efectivamente redistribuir el poder confiriendo a los potenciales afectados un poder de veto. La transición de la consulta al consentimiento es justamente uno de los avances que introducen las nuevas constituciones de Bolivia y Venezuela así como la Declaración de la ONU sobre Pueblos Indígenas respecto del Convenio 169 de la OIT. El texto pertinente de la Declaración establece lo siguiente:
Artículo 32:
1. Los pueblos indígenas tienen derecho a determinar y elaborar las prioridades y estrategias para el desarrollo o la utilización de sus tierras o territorios y otros recursos.
2. Los Estados celebrarán consultas y cooperarán de buena fe con los pueblos indígenas interesados por conducto de sus propias instituciones representativas a fin de obtener su consentimiento libre e informado antes de aprobar cualquier proyecto que afecte a sus tierras o territorios y otros recursos, particularmente en relación con el desarrollo, la utilización o la explotación de recursos minerales, hídricos o de otro tipo.
El consentimiento, como poder de veto, propicia un proceso deliberativo que la mera consulta sin efectos vinculantes no puede generar. El poder de veto implica la suspensión del proyecto de desarrollo y por tanto los involucrados e interesados, para superar ese veto deben proveer información y razones en cantidad y calidad adecuada. Esto es algo a lo que no se verían compelidos frente a una consulta finalmente intrascendente.
Para que exista deliberación al interior de las comunidades afectadas este consentimiento, según el artículo 32 de la Declaración de la ONU, debe ser previo, libre e informado. Es decir, por una parte se deben respetar los derechos humanos de pensamiento, expresión, reunión etc. que hagan posible el proceso decisorio. Por otra parte se debe proveer oportunamente la información necesaria y adecuada para discutir y decidir. Este es, por tanto, un proceso muy distinto a la manipulación de la comunidad, la cual desinformada, dividida o amenazada se ve compelida a aceptar.
Sin condiciones adecuadas no puede haber deliberación y por tanto tampoco hay ni consulta ni consentimiento. Pero, como se ha dicho, el consentimiento marca con mayor claridad las consecuencias políticas de la participación. Si las comunidades afectadas no otorgan su consentimiento, el proyecto se suspende pero ésta decisión no es definitiva puesto que pueden existir otros intereses e incluso derechos en juego. Es necesaria entonces una decisión final que con todos los elementos de juicio evalúe si la falta de consentimiento es justificada, si se están violando derechos humanos. Podría incluso suceder que se otorgue el consentimiento por parte de los afectados, pero que sus derechos, los de otros ciudadanos, o las condiciones de existencia de ecosistemas únicos, se hallen efectivamente en riesgo y por tanto otros ciudadanos pidan la revisión de la decisión.
Esta situación muestra como participación y judicialización pueden combinarse en la defensa de derechos. En este caso, la decisión final debería ser tomada por la Corte Constitucional luego de un detenido examen jurídico y técnico que determine si existen o no daños o riesgos para los derechos humanos y la naturaleza. En este proceso decisorio, la Corte no debe encerrarse en un análisis formalista y abstracto sino que debe en realidad abrir un nuevo foro de deliberación que conduzca a la decisión más razonable en torno a la protección de derechos.
En efecto, es necesario avanzar también en una profunda re-conceptualización de lo que son los derechos, los jueces, los tribunales y los procedimientos judiciales. Hoy en día estos procesos también pueden ser vistos bajo el lente de la participación deliberativa, procesos en los cuales los afectados presentan ante los jueces sus pruebas y argumentos, no sólo para defender sus derechos individuales sino valores y principios sociales cristalizados institucionalmente en la forma de derechos.
¿Significa esto último que en casos como estos nos veremos avocados a un gobierno de los jueces? Como hemos dicho, los jueces en esta perspectiva son quienes inician nuevos procesos deliberativos tanto en el espacio formal del proceso judicial como en el informal de la opinión pública. Pero además las limitaciones a esta posibilidad están diseñadas en el propio sistema constitucional y democrático. Así por ejemplo, existe la posibilidad de un amplio consenso político a nivel parlamentario que derive en una reforma a la Constitución y por tanto una virtual revocatoria de una decisión de la Corte Constitucional. Una medida que, por cierto, cualquier tribunal de este tipo debe evitar decididamente a efectos de evitar una fuerte deslegitimación.
Este último aspecto plantea un asunto final que quisiéramos al menos mencionar como hipótesis al terminar en este ensayo: la necesidad de que la participación se entienda articulada aunque no subordinada a la institucionalidad del Estado. Es el Estado el que puede y debe crear condiciones y ambientes para el desarrollo autónomo de la participación, el que mediante normas e instituciones propicia o inhibe la influencia de los ciudadanos en la defensa de sus propios derechos. Esta relación con el Estado es la que puede marcar la diferencia entre una participación bajo el enfoque de derechos y una participación corporatista o clientelar. Estas alternativas en la América Latina de hoy en día ciertamente no se ubican sólo en el plano de la teoría democrática sino en el de la historia misma.
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* Doctor en Jurisprudencia, Pontificia Universidad Católica del Ecuador, Quito; Máster en Ciencias Políticas, University of Kansas, Lawrence; estudios doctorales, University of Pittsburg, docente de la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador.
[1] La acepción de democracia prevaleciente en este ensayo tiene relación con mecanismos de participación ciudadana directa y deliberativa. Cuando no nos referimos a esta acepción calificamos a la democracia como representativa o electoral.
[2] Esta es una idea fuerza en las concepciones de democracia deliberativa. Para una ilustración puede verse Jurgen Haberlas, “Derechos Humanos y Soberanía Popular”, en Rafael del Águila, Fernando Vallespin y otros, La Democracia en sus textos, Madrid, Alianza Editorial, 1998.
[3] En este sentido Amartya Sen ha destacado por ejemplo que los derechos políticos y liberales básicos tienen a mas de un valor intrínseco otro instrumental en cuanto mejoran las posibilidades de los ciudadanos de expresar y defender sus demandas, incluyendo sus necesidades económicas, así como un papel constructivo en la conceptualización misma de estas necesidades. Véase Amartya Sen. “La importancia de la democracia”, en Amartya Sen, Desarrollo y libertad, Bogotá, Editorial Planeta, 2001.
[4] Luigi Ferrajoli, La Democracia Constitucional en Courtis Christian, comp., Desde Otra Mirada, Buenos Aires, Eudeba, 2001.
[5] Luigi Ferrajoli, Derechos y Garantías: La Ley del más débil, Madrid, Editorial Trotta, 2001.
[6] Véase por ejemplo Roberto Gargarella, “Las amenazas del constitucionalismo: constitucionalismo, derechos y democracia”, en Marcelo Alegre y otros, Los Derechos Fundamentales, Buenos Aires, Editores del Puerto, 2003. También Roberto Gargarella, “Constitución y Democracia” en Albanese y otros, Derecho Constitucional, Buenos Aires, Editorial Universidad, 2004.
[7] Luigi Ferrajoli, La Democracia Constitucional, op cit. p. 260-261.
[8] Roberto Gargarella, Constitucionalismo vs. Democracia, Buenos Aires, mimeo, 2005.
[9] Roberto Gargarella, Las amenazas del constitucionalismo: constitucionalismo, derechos …
[10] Nuria Cunill Grau, Repensando lo Público a través de la Sociedad, Caracas, Editorial Nueva Sociedad, 1997. Sobre las reformas constitucionales en los noventa en América Latina Cunill destaca que: “las reformas recurrentes se orientan a la introducción de las figuras de la iniciativa popular en la formación de las leyes y del referéndum en el nivel nacional, concebidos como derechos políticos de participación ciudadana. La Constitución de Argentina, reformada en agosto de 1994, incluye ambas figuras como derechos, y así también ocurre en las nuevas constituciones de Perú (Septiembre de 1993), y de Colombia (Octubre de 1991). Previamente habían sido incorporadas en la Constitución de Brasil, promulgada en Octubre de 1988”, p. 83.
[11] Un ejemplo muy claro de lo primero es el caso del gobierno de Fujimori, mientras que la segunda situación es ejemplificada bien por el gobierno de Pinochet. Ambos, en mayor o menor medida, apelaron a la participación de la sociedad civil como una justificación de procesos de privatización y desmantelamiento del Estado.
[12] Joseph Schumpeter, Capitalism, socialism, and democracy, 2d ed., New York, London, Harper & brothers, 1947.
[13] Archon Fung, “Deliberation before the Revolution: Toward an Ethics of Deliberative Democracy in an Unjust World”, en Political Theory, Vol. 33, No. 2, s.l., 2005, p. 397-419.
[14] Roberto Gargarella, Constitucionalismo vs. Democracia..., Op. cit.
[15] David Held, Modelos de Democracias, Madrid, Alianza Editorial, 1996.
[16] Véase por ejemplo Martín Hopenhayn, Desigualdades Sociales y Derechos Humanos: Hacía un Pacto de Protección Social, Santiago de Chile, documento de la CEPAL, 2006.
[17] Pueden mencionarse en este sentido a la CEPAL y el PNUD entre otros.
[18] Víctor Abramovich, Una Aproximación al Enfoque de Derecho en las estrategias y políticas de Desarrollo, Revista de la CEPAL Nº 88, Santiago de Chile, 2006, p. 35-49.
[19] ILDIS, Las Izquierdas y la Constituyente: Programa Constitucional, Quito, ILDIS, 2007.
[20] María José Añon, “El Derecho a No Padecer Hambre y el Derecho a la Alimentación Adecuada, Dos Caras de la misma Moneda”, en Víctor Abramovich, M.J Añon y Ch. Courtis, Derechos Sociales-Instrucciones de Uso, México, Editorial Fontanamara, 2006.
[21] Gerardo Pisarello, Los Derechos Sociales y sus Garantías, Madrid, Editorial Trotta, 2007.
[22] Eduardo S. Bustelo, La Política Social sin Política, ponencia presentada en el Seminario Internacional de Políticas Sociales e Institucionalidad Pública, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar, 28-30.04.08.
[23] Ibíd.
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