Rolando Augusto Acosta Sánchez
Vocal del Tribunal Registral - SUNARP
Sumario
Introducción
ü I : Jurisdicción y arbitraje en el
ordenamiento jurídico peruano
ü II : El arbitraje como jurisdicción
“completa” y poder constituido
ü III : La racionalidad socioeconómica, política y
jurídica de la jurisdicción arbitral
1.
Justificando la
jurisdicción arbitral: los criterios de eficiencia y de conveniencia social
2.
La justicia ¿bien
público?
3.
La racionalidad
estratégica o la “teoría de juegos” como herramienta para analizar la mejor
opción de resolución de conflictos
4.
Comunicación e
interacción de las partes en conflicto: elementos que incentivan la mejor y más
rápida solución
ü IV: El arbitraje como parte de una política pública
de justicia.ü V: Condiciones mínimas para autorizar el uso de la fuerza pública por la jurisdicción arbitral
INTRODUCCIÓN
La crisis del
servicio público de justicia a nivel mundial, debido al incremento de los
conflictos y de la carga procesal, a la corrupción (en ciertos casos
institucionalizada) y a la globalización de las economías y la rapidez y
facilidad de las transacciones domésticas e internacionales (que exige resolver
las diferencias producidas con igual celeridad y facilidad), ha producido el
auge de los medios alternativos de solución de conflictos, especialmente del
arbitraje, y más especialmente en el campo de la contratación internacional y
de la estatal.
No obstante, uno
de los problemas principales que afronta quien obtuvo un laudo favorable es el
de la ejecución del mismo, pues frente a la negativa del vencido a cumplir con
lo laudado ha de recurrir –generalmente- a su ejecución en vía judicial,
escenario que por obvias razones se quiso evitar al recurrir al arbitraje.
La ejecución
judicial de los laudos lleva implícito el monopolio estatal del uso de la
fuerza pública, lo que en términos efectivos significa que los árbitros carecen
de la facultad de hacer ejecutar sus decisiones, con la fuerza pública si fuese
necesario. De ahí que algunos nieguen que el arbitraje constituya realmente
jurisdicción, pues uno de los rasgos que caracterizan a ésta es, precisamente,
la posibilidad de hacer cumplir coactivamente la decisión que resuelve el
conflicto.
El arbitraje
tiene, en nuestro país, reconocimiento constitucional como jurisdicción, pero
la legislación infraconstitucional no admite la utilización de la fuerza
pública para hacer realidad el fallo arbitral. A partir de esta situación, el
presente trabajo –a la luz del ordenamiento jurídico vigente- analizará la
conveniencia de autorizar, de modo general o con ciertos límites- el uso de la
fuerza pública por los árbitros.
I: JURISDICCIÓN Y
ARBITRAJE EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO PERUANO
El
artículo 139.1 de la Constitución, al establecer la unidad y exclusividad
de la función jurisdiccional, ha dispuesto que “(n)o existe ni puede
establecerse jurisdicción alguna independiente, con excepción de la militar y
la arbitral”. El Tribunal
Constitucional, en los fundamentos 7 al 9 de su sentencia recaída en el
Expediente 6167-2005-PHC/TC, le ha reconocido al arbitraje el carácter de
jurisdicción, toda vez que su ejercicio está determinado por los cuatro
requisitos siguientes:
a) Conflicto entre las partes.
b) Interés social en la composición del conflicto.
c) Intervención del Estado mediante el órgano judicial, como
tercero imparcial.
Que la jurisdicción no constituye un concepto
jurídico unívoco (y que por ello lo afirmado por el Tribunal Constitucional es
relativo) lo prueba el hecho de que un importante sector de la doctrina
entiende que la jurisdicción requiere, esencialmente, de la concurrencia de dos
elementos: a) carácter definitivo de las decisiones jurisdiccionales, y b)
posibilidad del órgano jurisdiccional de hacer cumplir su decisión, incluso con
el apoyo de la fuerza pública (executio)[2].
Así mismo, en tanto el Tribunal Constitucional asume
que el arbitraje forma parte del orden público constitucional y que no
encuentra su fundamento en la autonomía de la voluntad (fundamento 11),
prestigiosas opiniones y jurisprudencia comparada señalan que el arbitraje se
justifica por la autonomía de la voluntad de quienes recurren a su utilización.
Cremades, por ejemplo, postula que “(e)l arbitraje se justifica en
la autonomía de la voluntad, fruto de la libertad, valor fundamental que
nuestro ordenamiento jurídico propugna en el artículo 1.1 (de la Constitución
española)”. El mismo autor, en apoyo de su tesis, invoca la Sentencia del
Tribunal Constitucional de 17 de enero de 2005, citando STC 176/1996, de 11 de
noviembre, Fundamento Jurídico Primero, según la cual el arbitraje es “«…un
medio heterónomo de arreglo de controversias que se fundamenta en la autonomía
de la voluntad de los sujetos privados (art. 1.1 CE)…”[3].
Por último, a contracorriente de la tesis del
arbitraje como función jurisdiccional, no son pocos quienes rechazan
tajantemente esa postura. Lorca Navarrete, por ejemplo, afirma radicalmente que
“(e)l arbitraje
extraña la jurisdicción. Frente a la vexata quaestio de la jurisdiccionalidad
del arbitraje es preciso evidenciar como el arbitraje es extraño a los ámbitos de
la soberanía estatal que presupone el ejercicio de la potestad jurisdiccional
constitucional por cuanto es expresión de
la autonomía privada”[4].
Es preciso señalar que una abrumadora mayoría, con ciertos matices y con
argumentos más o menos comunes, participa de la tesis que niega al arbitraje la
condición de jurisdicción[5].
II:
EL ARBITRAJE COMO JURISDICCIÓN “COMPLETA” Y PODER CONSTITUIDO
Son varios los argumentos jurídicos que hacen harto
discutible la tesis de la naturaleza jurisdiccional del arbitraje sostenida por
el Tribunal Constitucional. De ahí que Reggiardo, al explicar el diseño de la
jurisdicción, afirme que la cuestión debe abordarse principalmente desde una
óptica política: el poder constituyente, detentador del poder de impartir
justicia, puede delegar esa potestad en diversos órganos estatales e incluso en
sujetos ajenos al Estado, pues interesa fundamentalmente el criterio de eficiencia del control social que supone
el ejercicio de la jurisdicción[6].
Más adelante, el citado autor –en referencia directa al arbitraje- sostiene, en
la misma línea, que con arreglo al artículo 139.1 de la Constitución, si el
arbitraje constituye jurisdicción, es políticamente posible que el poder
constituyente le atribuya la facultad de hacer ejecutar los laudos con el
auxilio de la fuerza pública[7].
Sobre el tema, creemos que zanjada la cuestión de la
jurisdicción arbitral por el Tribunal Constitucional[8],
resulta que políticamente el poder constituyente ya optó por reconocer que el
Poder Judicial no tiene el monopolio exclusivo y excluyente del servicio
público de impartición de justicia. Bajo la lógica del profesor Reggiardo, la decisión política sobre el tema ya fue
adoptada, y sólo resta que el poder constituido viabilice dicha opción
erigiendo al arbitraje en verdadera (o completa) jurisdicción. Dicho de
otro modo: para ser coherente con la Constitución y el Tribunal Constitucional,
la legislación ordinaria debería (o por
lo menos podría) reconocer a los árbitros la facultad de hacer uso de la fuerza
pública para hacer cumplir lo laudado, sin que ello implique una modificación
constitucional. Es cierto que la modificación de la legislación vigente
(Código Procesal Civil y Ley General de Arbitraje) importaría, definitivamente,
una decisión política del Congreso; sin embargo, dicha decisión la adoptaría el
poder constituido, y no el constituyente.
III: LA RACIONALIDAD SOCIOECONÓMICA, POLÍTICA Y JURÍDICA DE
LA JURISDICCIÓN ARBITRAL
Pero el razonamiento seguido para arribar a la conclusión
anterior se construye con premisas esencialmente jurídicas, y no políticas. Si
en el escenario constitucional presente nada obsta para que el Congreso
modifique las leyes vigentes para, bajo ciertas condiciones, otorgar a los
árbitros la potestad de executio y
autorizar así que los fallos arbitrales se hagan cumplir por los propios
árbitros y que éstos puedan para ello solicitar el auxilio de la fuerza
pública, ello sería directa consecuencia de lo prescrito por el artículo 139.1
de la Constitución y de las consideraciones del Tribunal Constitucional
recogidas en la sentencia recaída en el Expediente 6167-2005-PHC/TC. Ello nos
aleja de la tesis del carácter predominantemente político del diseño
constitucional de la jurisdicción. Por ello, es necesario ahondar en las
razones por las cuales resulta políticamente deseable y socialmente aceptable
la jurisdicción arbitral. Ello conlleva dejar de lado las consideraciones
jurídicas sobre el tópico.
La jurisdicción busca resolver los conflictos
sociales producidos por la interacción humana en la sociedad. El análisis, por
consiguiente, debe formularse desde una perspectiva social, tal como lo
sostiene Peña Gonzáles[9],
a quien seguiremos en lo medular a partir de este punto.
Formas de solucionar los conflictos sociales hay
diversas: desde la violencia hasta el olvido, desde el proceso judicial al
laudo arbitral. Algunas son equivalente entre sí, y puede decirse que cumplen
la misma función (son “funcionalmente equivalentes”), lo que no significan que
todas lo hagan con la misma efectividad. De ahí que convenga establecer cuál de
esas formas alternativas de solución conflictual ofrece mayores y mejores
ventajas “a la luz de un cierto ideal de moralidad política o social”, tesis
que concuerda o complemente la del profesor Reggiardo en cuanto al criterio
eficientista del control social como determinante de la fijación, por parte del
poder constituyente, de una jurisdicción monopólica a cargo del Estado o de su
distribución entre diversos órganos y sujetos.
1. Justificando la jurisdicción arbitral: los criterios
de eficiencia y de conveniencia social
Son, entonces, dos
criterios básicos los que se deben tomar en cuenta para establecer si la
jurisdicción arbitral está justificada, o si debe permanecer sólo la
jurisdicción judicial estatal: uno de eficiencia y otro social. Pero ello
supone, paralelamente, definir cuál debe ser el objetivo social en materia de
justicia: o se propugna un acceso lo más amplio posible de los ciudadanos a la
tutela judicial[10],
o se les brinda procedimientos igualmente efectivos, pero no necesariamente
judiciales, para tutelar sus derechos[11].
Según Peña, el arbitraje
–y otros mecanismos alternativos- forman parte del objetivo social óptimo en
materia de justicia[12].
Señala el autor que la elección racional de la sociedad es el producto de las
elecciones racionales individuales de sus miembros. Dicha elección racional
supone que el individuo (primero) y la sociedad (después), entre varias
opciones posibles, elige aquella cuyas consecuencias son preferibles a otra u
otras.
El problema de cómo se
forma, en términos económicos, la elección racional de la sociedad sobre la
base de las individuales, se intenta solucionar mediante el denominado “óptimo
de Pareto”: una situación social es óptima cuando no se puede beneficiar a
alguien sin que ello importe perjudicar a otro: lo que uno gane otro lo
perderá. Trasladando el esquema al servicio de justicia, éste será óptimo si es no se puede brindar una
mayor o mejor tutela jurisdiccional (no necesariamente judicial) a un ciudadano
sin que ello perjudique a otros (incluido el propio Estado). A la inversa:
será ineficiente cuando puede incrementarse cuantitativa o cualitativamente la
tutela a menor costo y sin que ninguno de los actualmente protegidos se vea
perjudicado[13].
Entre las Conclusiones
de la CERIAJUS en materia de justicia, es necesario proporcionar al sistema de
justicia los recursos necesarios para que brinde respuestas justas individual y
socialmente, pues la cobertura de dicho sistema es muy escasa (a modo de
ejemplo: 4 juzgados por cada 100,000 habitantes, y un juez por cada 17,628
peruanos). Se postula que el incremento de recursos se traducirá en un
incremento de la cobertura del servicio, lo que presupone (aunque no
exclusivamente) incrementar el número de juzgados.
Pero crear más juzgados conlleva, según Peña, el peligro de alentar la litigiosidad: mayor
oferta de juzgados provocaría que los procesos duren menos, lo que incentivaría
a judicializar los conflictos ante la expectativa de su pronta solución. De
otro lado, los efectos individuales y sociales de la modernización y del
crecimiento económico en sociedades como las latinoamericanas producen
marginalidad y delincuencia menor (“de bagatela”, la califica Peña). Como el
desarrollo económico en la hora actual supone el retroceso del Estado en gran
parte de la economía (liberalismo económico), pero a la vez ese desarrollo
provoca efectos sociales nocivos, el Estado vuelca su atención sobre dicho
resultado social de marginalidad. Los nuevos conflictos se “juridifican”
(adquieren carácter jurídico), pero ello no debe determinar, inexorablemente,
que sea el Poder Judicial quien los resuelva, pues la respuesta “adversarial”
que éste proporciona al conflicto provocaría más marginalidad: el juez da al
razón –generalmente por completo- a una de las partes, en tanto que la otra
permanece insatisfecha.
2. La justicia
¿bien público?
De otro lado, Peña nos
da una razón de justicia distributiva:
la justicia es un bien privado (en razón que se trata de un servicio costeado
por los contribuyentes con sus impuestos), y no público, por lo que su
utilización excluye a otros. Por la vía de los impuestos directos o indirectos,
es la inmensa mayoría de bajos recursos quienes subsidian el servicio de
justicia; y paradójicamente son estos quienes resultan excluidos de dicho
servicio cuando es utilizado por quienes sí tienen los recursos suficientes
para costear abogados, tasas judiciales, etc.
Se produce entonces lo que en análisis económico se denomina
“externalidad”: quienes reciben el servicio de justicia subsidiado, no pagan
por él o pagan menos de su costo efectivo. Es necesario, por consiguiente,
generar mecanismos que incentiven la “internalización” de sus costos por quien
decide litigar.
3. La
racionalidad estratégica o la “teoría de juegos” como herramienta para analizar
la mejor opción de resolución de conflictos
Otro aspecto de
importancia para nuestro análisis es el también propuesto por Peña González,
referido a la racionalidad “estratégica”
de quienes se encuentran inmersos en un conflicto jurídico. Tendrá
racionalidad estratégica aquel sujeto que toma decisiones sobre la base de sus
expectativas del futuro, y también sus “expectativas sobre las expectativas de
los demás”. Quiere ello significar que dicho sujeto no decide sobre la base
exclusiva de su conveniencia y experiencia propias, sino que evalúa también la
conducta de los demás y lo que espera de ellos. De ese modo, la decisión
adoptada será, en términos ideales, la que mejor convenga no sólo a dicho
sujeto, sino a los demás involucrados.
La racionalidad
estratégica es estudiada por la llamada ”teoría
de juegos”, que se perfila de mejor modo conforme al conocido “dilema del
prisionero”: dos sujetos son detenidos e incomunicados, acusándoseles de un
delito, y se les advierte por separado que serán liberados según uno denuncie
al otro sin que éste lo haga, o sufrirán
cárcel por 3 años si ambos se denuncian mutuamente, o de 5 años si él no denuncia
pero el otro le denuncia a él, o de un año si ninguno lo hace. Si ambos
prisioneros tienen racionalidad estratégica, sin necesidad de comunicarse,
optarán por hacer lo que signifique una pena menor para sí mismo, aunque
finalmente ello beneficie al otro, es decir, no se denunciarán, para obtener
una condena máxima de un año. Como anota Peña “el dilema del prisionero enseña
que los actores, movidos por su propia racionalidad, tenderían a no cooperar
entre sí y a defraudarse mutuamente”.
4. Comunicación
e interacción de las partes en conflicto: elementos que incentivan la mejor y
más rápida solución
Peña González destaca
que las prisioneros podrían haber llegado a una solución “cooperativa” (que
beneficie a ambos sin defraudar al otro)
si les hubiese sido posible comunicarse, o si existiese un elevado grado de
interacción entre ellos (por ejemplo, si fuesen familiares). Estos factores son
útiles para el análisis porque permiten diferenciar
los tipos de conflictos, y de proponer los mecanismos adecuados de solución
para ellos. Así, para relaciones en las que la comunicación o la interacción
son altos (por la convivencia y permanencia que supone una relación familiar o
laboral, por ejemplo), los conflictos que dentro de dichas relaciones se
produzcan se solucionarán de modo más rápido, a menor costo y con una
satisfacción mayor para los involucrados a través de mecanismos en los que se
les brinde la posibilidad de comunicarse e interactuar mejor, y definitivamente
el despacho de un juez o la oficina de un abogado no son los mejores escenarios
para ese propósito. En cambio, medios alternativos como el arbitraje o la
mediación (en los cuales las partes se acercan de modo más directo al problema)
resultan más adecuados para resolver el conflicto.
IV: EL ARBITRAJE
COMO PARTE DE UNA POLÍTICA PÚBLICA DE JUSTICIA
A la luz de
lo antes expuesto, Peña sostiene que una política pública de justicia aceptable
en términos económicos, políticos y sociales debe guiarse por estas
directrices:
1. No
siempre la baja litigiosidad equivale a una política de justicia adecuada. Por
ejemplo, Chile tiene un bajo índice de litigiosidad que no se condice con la
complejidad de su tejido social, ni con las diferencias económicas entre
grandes sectores de la población producidas por el desarrollo económico chileno
de los últimos años que -como se vio- necesariamente ha debido producir
conflictos sociales y marginalidad. Probablemente este bajo índice se deba al
costo de la litigación judicial, lo que conseja incentivar los mecanismos alternativos
de solución de conflictos a fin de que éstos (que permanecen ocultos) puedan
ser resueltos.
2. Los
mecanismos alternativos que deben ofrecerse deben ser variados, y su
utilización dependerá del tipo de conflicto o del área del ordenamiento al que
se pretende aplicar cada uno de ellos.
3. En
cuanto a la clase de ordenamiento jurídico en cuyo ámbito se sitúe el
conflicto, deberá propenderse a la jurisdicción estatal para materias como el
Derecho Público (Derecho Penal, Tributario, etc.), por estar involucrados
derechos indisponibles; y diversificar la oferta de mecanismos alternativos
para áreas en las que los derechos involucrados son disponibles, como el
Derecho Civil patrimonial.
En cuanto al arbitraje, su utilidad como parte de una
política pública de justicia reside en que permite la internalización de los
costos de la litigación por quienes intervienen en ella. Los litigantes asumen
por sí mismos, sin subsidio alguno, los gastos que demanda la solución del
conflicto, eliminando (o por lo menos reduciendo) la actual situación en la que
ciertos litigantes permanentes (generalmente empresas bancarias o financieras,
o casas comerciales vinculadas al crédito de consumo) acceden al servicio de
justicia a costos inferiores a los reales, gracias a los impuestos de las
mayorías.
Según Peña González, si el arbitraje se impusiera con
carácter obligatorio o forzoso para ciertos casos (especialmente los
relacionados al mercado y a los aspectos patrimoniales), se facilitarían las
“soluciones de mercado”, esto es, aquellas que benefician a ambas partes, y no
aquellas “de suma cero”, o sea, en las que el beneficio asignado (por la
justicia estatal) a una parte es correlativo al perjuicio de la otra.
El arbitraje, afirma nuestro autor, permite también
que los litigantes elijan como su “juez” a quienes tengan la especialización y
conocimientos suficientes del tema en conflicto, posibilidad inexistente en la
justicia estatal, en la que no es infrecuente encontrar jueces que jamás han
conocido de temas muy especializados (contratación internacional, mercado de
valores, energía eléctrica, etc.)[14].
El arbitraje también permite desjudicializar los
conflictos y descargar el Poder Judicial de aquellos casos cuya mejor solución
pueden adoptarla las mismas partes a través de árbitros, posibilitando que el
Poder Judicial incida sobre aquellos conflictos indisponibles, como los
penales.
V: CONDICIONES MÍNIMAS PARA AUTORIZAR EL USO DE LA
FUERZA PÚBLICA POR LA JURISDICCIÓN ARBITRAL
Definidas las razones socioeconómicas, políticas y
jurídicas por las cuales el arbitraje ha de ser considerado como verdadera
jurisdicción, ha de retomarse el objetivo central del trabajo, cual es
establecer algunas pautas para que los árbitros puedan hacer uso, por sí
mismos, de la fuerza pública para hacer cumplir sus laudos.
Sobre ello, es de destacar que el derecho a la
efectividad de las sentencias (y de los laudos, por tener éstos calidad de
aquéllas y por ser emanados de sujetos en ejercicio de facultades
jurisdiccionales), constituye un derecho fundamental, derivable de lo prescrito
por el artículo 139.2 de la Constitución conforme al cual nadie puede retardar
la ejecución de resoluciones que han pasado en autoridad de cosa juzgada. Como afirma Chamorro “(d)e nada serviría
haber tenido acceso a la jurisdicción, al proceso y a una resolución fundada en
Derecho si luego ésta se quedara sin cumplir”[15].
Si el arbitraje constituye jurisdicción (no un
“equivalente” a la misma), como el Tribunal Constitucional lo ha reconocido,
debe serlo en todo sentido. De lo contrario o bien tendríamos una jurisdicción
que no es tal (porque no puede hacer cumplir sus propias decisiones), o una
jurisdicción “de menor rango”, pues carece de todas las atribuciones potestades
que sí ostenta la jurisdicción judicial (especialmente la executio).
Experiencias en las que el Estado autorizó –por lo
menos a la Administración Pública- a utilizar la fuerza pública para hacer
cumplir sus decisiones no han sido extrañas en el Perú. Hasta hace poco tiempo
estuvo vigente la Ley 6565 que regulaba el Registro Fiscal de Ventas a Plazos,
cuyo artículo 4 autorizaba al Registrador Fiscal a solicitar directamente a la
autoridad policial su concurso para incautar los bienes registrados con fines
de remate.
La secular negativa a otorgar facultades de utilización
del poder coercitivo a otras jurisdicciones obedece a razones que, a nuestro
juicio, son de orden político y práctico. Político, porque el Estado pretende conservar el monopolio de
la fuerza pública a fin de aparecer como el único ente que “tutela” -incluso
con el uso de la fuerza- a los ciudadanos, lo que resulta conveniente
políticamente para quienes conducen el Estado. Práctico, porque una
multiplicidad de árbitros que potencialmente pueden ejecutar sus propios laudos
es sumamente difícil de controlar no sólo por el Estado, sino por la propia
sociedad.
En cuanto a lo primero, ya se han señalado las
razones por las que el arbitraje debe ser considerado jurisdicción completa o
plena. La satisfacción de los derechos e intereses de los individuos que han
obtenido un laudo favorable y los de la sociedad a la que interesa el
cumplimiento de esos laudos no puede supeditarse o postergarse por criterios
meramente políticos (esto es, del grupo gobernante) o estatales.
En lo tocante segundo, la instauración de mecanismos
de control eficientes y de costos razonables constituiría una solución al
problema.
En ese sentido, los mecanismos y límites del uso de
la fuerza pública por los árbitros serían los siguientes:
1. El uso
de la fuerza pública se autorizaría sólo en aquellos casos que el vencedor no
pueda, por medios alternativos igualmente eficaces y de similar costo, hacer
realidad lo laudado. La utilización de dicha fuerza por la jurisdicción
arbitral deberá sujetarse escrupulosamente a criterios de constitucionalidad,
legalidad, razonabilidad y proporcionalidad.
2. Sólo
podrían hacer uso de la fuerza pública los árbitros o tribunales arbitrales
pertenecientes a Centros de Arbitraje debidamente reconocidos por el Estado,
que deberán inscribirse en un Registro creado para el efecto, y deberán otorgar
garantías suficientes para responder por los daños que causen con motivo del
uso de la fuerza pública, sin perjuicio de su responsabilidad penal y
administrativa. Esto permite que bajo la misma lógica de internalización de
costos que brinda el arbitraje los árbitros y las partes asuman todo costo
derivado de la solución del conflicto.
3. Se
deben establecer de modo claro y expreso cuales serán las conductas
sancionables penal y administrativamente. Sobre lo último, sería deseable que
las sanciones administrativas prevean incluso la inhabilitación permanente para
ejercer como árbitro y la cancelación de la autorización estatal del Centro de
Arbitraje.
4. Siempre
en perspectiva de internalización de los costos del arbitraje, ha de
establecerse la solidaridad entre el Centro de Arbitraje, los árbitros y la
parte beneficiada por el laudo respecto de todo daño originado por el uso de la
fuerza pública. Ello permitiría que el perjudicado (sea parte o tercero) tenga
un abanico más amplio de posibilidades para obtener resarcimiento. Quedaría a
voluntad del perjudicado reclamar la indemnización en la vía judicial o
arbitral.
5. El
Centro de Arbitraje autorizado deberá, obligatoriamente y bajo sanción de
nulidad de la actuación arbitral, hacer de conocimiento del Ministerio Público,
con una anticipación razonable, toda decisión arbitral de utilizar la fuerza
pública, acompañando la documentación pertinente y explicando las
circunstancias y alcances de aquélla. Ello permitiría un control ex ante por parte del Estado acerca de
la constitucionalidad, legalidad, razonabilidad y proporcionalidad de dicha
decisión.
6. El
Ministerio Público puede, de constatar que la medida de fuerza adoptada por la
jurisdicción arbitral no respeta los parámetros indicados, disponer su
reformulación e incluso su suspensión, en cuyo caso bajo ningún motivo podrá
llevarse a cabo la actuación arbitral con la fuerza pública. El Ministerio
Público deberá, en el caso concreto, delimitar la forma en que los árbitros
deberán utilizar la fuerza pública.
El Estado no asume
responsabilidad alguna por los daños que los árbitros puedan causar en
ejercicio de su potestad de utilizar la fuerza pública, salvo que una medida de
fuerza inconstitucional manifiestamente ilegal, irrazonable o desproporcionada
dispuesta por la jurisdicción arbitral no hubiera sido observada o suspendida
por el Ministerio Público, en cuyo caso el Estado, el Ministerio Público, los
efectivos policiales y el Fiscal cuya negligencia posibilitó la ejecución de dicha
medida son solidariamente responsables con los árbitros que la dispusieron y
con la parte beneficiada, sin perjuicio de la responsabilidad penal y
administrativa que corresponda.
[1] TRIBUNAL CONSTITUCIONAL DEL PERÚ. Sentencia recaída en el
Exp. N.° 0023-2003-AI/TC. Caso Jurisdicción
Militar. (Fundamento 13).
[2] Mario
REGGIARDO SAAVEDRA: Encuentros y
desencuentros de la jurisdicción. Sobre el diseño constitucional de la solución
de conflictos. En: IUS ET VERITAS, Revista de Derecho de los estudiantes de
la Pontificia Universidad Católica del Perú, Año X, N° 20, p. 243.
[3] Bernardo
CREMADES: El arbitraje en la doctrina
constitucional española. En: LIMA ARBITRATION, Revista del Círculo Peruano
de Arbitraje, N° 1, 2006, p. 187. Versión electrónica disponible en: http://www.limaarbitration.net/LimaArbitration3.pdf
(última visita: 12.05.2007).
[4] Antonio Ma. LORCA NAVARRETE: Naturaleza jurídica del arbitraje. En: REVISTA IBEROAMERICANA DE ARBITRAJE
Y MEDIACIÓN, Versión electrónica disponible en: http://www.servilex.com.pe/arbitraje/colaboraciones/naturaleza_arbitraje.php (última visita: 11.05.2007).
[5] Vgr.: Juan MONTERO AROCA, para el Derecho español (Derecho jurisdiccional, Valencia, Tirant
lo Blanch, Tomo II, p. 874); y Eloy ESPINOSA-SALDAÑA B., para el Derecho
nacional (Jurisdicción constitucional,
impartición de justicia y debido proceso, Revista Jurídica del Perú, Año
51, N° 20, en: PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL PERÚ, Maestría en Derecho
con mención en Política Jurisdiccional: Relación de Lecturas del curso
Organización de la Jurisdicción).
[6] Mario
REGGIARDO SAAVEDRA: Encuentros y desencuentros
de la jurisdicción. Sobre el diseño constitucional de la solución de conflictos.
En: IUS ET VERITAS, Revista de Derecho de los estudiantes de la Pontificia
Universidad Católica del Perú, Año X, N° 20, p. 243.
[7] Es
pertinente la cita que de G. Carrió hace Alfredo BULLARD (“La enseñanza del Derecho: ¿cofradía o archicofradía?, artículo en
versión electrónica disponible en http://islandia.law.yale.edu/sela/bullards.pdf):
“Al preguntarse por la naturaleza jurídica de una institución cualquiera
–pienso- los juristas persiguen ese imposible: una justificación única para la
solución de todos los casos que en forma clara, ya en forma precisa, caen bajo
un determinado conjunto de reglas. Es decir, aspiran a hallar un último
criterio de justificación que valga tanto para los casos típicos como para los
que no lo son. Por supuesto que no hay
tal cosa” (resaltado nuestro). Limitarse a la sola indagación de la
naturaleza jurídica del arbitraje, a la luz de la multiplicidad de argumentos,
tiene el nocivo efecto detectado por Carrió y reiterado por Bullard: la
conclusión no satisfaría toda la problemática y las implicancias sociales y
prácticas de la cuestión abordada.
[8] En la
ya citada sentencia recaída en el
Expediente 6167-2005-PHC/TC.
[9] Carlos
PEÑA GONZALEZ: Notas sobre la
justificación del uso de medios alternativos. Artículo disponible en
versión electrónica en http://siteresources.worldbank.org/INTLAWJUSTINST/Resources/PenaAlternativeSystems.pdf
(última visita 09.05.2007). También en: http://www.seguridadidl.org.pe/biblioteca1.htm
(última visita 09.05.2007).
[10] Esta
sería la opción propuesta por la CERIAJUS, si nos atenemos a la redacción
literal de su Conclusión 3 sobre la materia, al establecer que existe una
“escasa cobertura de acceso a la justicia” (PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL
PERÚ, Maestría en Derecho con mención en Política Jurisdiccional: Relación de
Lecturas del curso Organización de la Jurisdicción). Pero una lectura más
atenta de dicha conclusión permite vislumbrar que la CERIAJUS no postula un
“acceso libre y general” a la jurisdicción del Poder Judicial, sino a “la
justicia” en general, lo que bien puede involucrar sistemas alternativos como
6el arbitraje y otros.
[11] Carlos
PEÑA GONZALEZ: Modernización de la
justicia. Artículo disponible en versión electrónica en http://siteresources.worldbank.org/INTLAWJUSTINST/Resources/PenaSummitSpanish.pdf (última visita 10.05.2007).
[12] Carlos
PEÑA GONZALEZ: Notas sobre la
justificación del uso de medios alternativos. Sitios web ya citados en nota 8.
[13] Es
ineficiente porque la posibilidad de incrementar la calidad del servicio de
justicia a un menor costo pone de manifiesto que ese “ahorro” constituye un
bien que no ha estado empleándose en su mejor uso alternativo. En países en
vías de desarrollo como el Perú, con altos índices de pobreza y de carencias de
servicios públicos, dicha situación de “despilfarro”es –sencillamente-
socialmente inaceptable.
[14] Alfredo
BULLARD, analizando la enseñanza tradicional del Derecho, especialmente en los
países latinoamericanos, afirma que “… al
momento de graduarse el alumno desciende a un pantano para el que no se
encuentra preparado. Ese fenómeno se ha agudizado cuando asumimos que el
conceptualismo ha ido aislando aún más lo que se recibe en las aulas de la
realidad (es decir del “pantano”), simplemente por que la realidad ha cambiado
y la enseñanza del Derecho no lo ha hecho al mismo nivel.”. En: “La enseñanza
del Derecho: ¿cofradía o archicofradía?,
artículo en versión electrónica disponible en
http://islandia.law.yale.edu/sela/bullards.pdf)
[15] Francisco
CHAMORRO BERNAL: La tutela judicial
efectiva, Barcelona, Bosch, 1994, p. 303.